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 domingo, 28 de agosto de 2005  
Agravios: el valor de perdonar

El ser humano es un "ser con otros". No es necesario suscribir al existencialismo para darnos cuenta que no podríamos ser lo que somos si no nos relacionáramos con los demás. Es imposible pensarnos aislados de los vínculos que han constituido el entramado de nuestra existencia. Y en ocasiones nuestras interacciones traen como consecuencia lesiones y dolor en los otros, con o sin intención de lastimarlos. Frente al daño que alguien produce en otro caben respuestas diversas: aflicción, ira, enojo, deseos de venganza, resentimiento, indiferencia y, también, el perdón.

Perdonar proviene del latín perdonare y está ligado al medio para saldar una deuda. También está asociado a la misericordia, la gracia y la amnistía. Implica la supresión del rencor. Se cede y se deja pasar lo ocurrido, pero sin negarlo. Si bien suele conectárselo con la capacidad de memoria y olvido, es una experiencia diferente donde se puede recordar lo sucedido sin padecimiento, desprovisto de una carga emocional negativa.

Consiste en detener sentimientos de ira en contra de alguien por los agravios cometidos. Hay quienes opinan que para perdonar debería haber una acción compensatoria en el ofensor que es el arrepentimiento. Pero no siempre es indispensable: lo que se trata es de predisponerse a inhibir respuestas destructivas y transformarlas en constructivas. Esto requiere equilibrio y madurez.

Para Plauto "es humano equivocarse pero también es humano perdonar", aunque de niños hemos escuchado que los adultos decían: "Errar es humano y perdonar es divino". Procuraban que aprendiéramos que deben perdonarse las ofensas y también, muchas veces, imponían pedir disculpas para finalizar con las hostilidades cuando ni siquiera había tiempo para el reconocimiento de la culpa y el arrepentimiento por la falta cometida.

Puede considerarse como un imperativo moral, pero si se realiza como una obligación pierde parte de su sentido. Compeler a pedir perdón es una acción infructuosas porque realizadas coercitivamente impiden que los sentimientos de rencor y venganza se disuelvan, transformándose en algo positivo para el perdonador y el perdonado.

Si quien perdona considera que renuncia a sus derechos o a la aplicación de la justicia, pero aun así lo hace porque esto lo coloca en posición de demostrar su superioridad moral o porque no vislumbra alternativas, no habrá ningún efecto positivo y quedará encubriendo desconfianza y resentimiento. Tampoco es adecuado ilusionar con que después del perdón volveremos a ser los mismos, pues en las relaciones interpersonales cada hecho queda inscripto en su historia que se torna inmodificable en la medida en que se va convirtiendo en pasado.

Para perdonar se necesita comprensión, sinceridad y humildad, aceptando que nosotros podríamos haber provocado el mismo dolor en otros. Puede que estemos tan centrados en nosotros mismos que eso nos haga magnificar la ofensa y el daño. Nos sentimos demasiado importantes y no logramos admitir lo que nos pasó como algo común que puede ocurrirle a cualquiera. Nos preguntamos con insistencia: "¿por qué a mí?", con una actitud pesimista y destructiva que conduce a la intolerancia y la frustración. El interrogante adecuado sería: "¿por qué no a mí?".

Sin el perdón quedamos prisioneros del rencor y los deseos de venganza, reproduciendo el daño sufrido, y aferrados a un ayer mortificante que impide el bienestar presente o futuro. El proceso de perdonar está integrado por diversas etapas que van desde el dolor al odio, pasando por el rechazo y la depresión, hasta llegar a la aceptación. Luego vendrá reconocer la herida y compartirla con otros, admitiendo como respuestas naturales el odio y la revancha, dejándolos atrás.

Una fase posterior implicará comprender al ofensor y descubrir el sentido del agravio como experiencia de aprendizaje expandiendo nuestras posibilidades vitales. Después es preciso dejar fluir el tiempo. No hay que obstinarse en perdonar. Luego se verá si es factible continuar con la relación.

Estudios clínicos dan cuenta de las secuelas tóxicas para el cuerpo que derivan de una actitud permanente de ira. El dolor que acarrea quedarse cautivo del sufrimiento es mucho mayor que liberarse a través de perdonar. Las religiones han ponderado la importancia del perdón pero actualmente se sabe que los beneficios no son solamente espirituales. Quien sabe perdonar recibe recompensas también para su salud física, además de mejorar la calidad de vida y la relación consigo mismo y con los demás. El dolor es inevitable, pero el sufrimiento -que equivale a persistir en un dolor innecesariamente- es opcional. El perdón es un beneficio que sana a quien perdona, más que al perdonado. Porque, como reflexionaba Teresa de Calcuta: "¿El regalo más bello? El perdón".

Alicia Pintus / Filósofa y educadora

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