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 domingo, 03 de julio de 2005  
Tema del domingo
El país y el FMI: una relación que debe encontrar su cauce

La Argentina atraviesa una coyuntura excepcionalmente favorable en el terreno económico: al notorio y continuado repunte en los índices de actividad —un 26 por ciento en los últimos 37 meses— se le debe sumar el récord histórico en materia fiscal que reflejan los 22.700 millones de dólares acumulados en las reservas y el haber aprobado con éxito un examen de dificultad extrema, cual fue la salida del “default” de la deuda soberana. Tras haber superado la emergencia que estalló en diciembre de 2001, el nuevo escenario en que se ha ingresado exige un cambio de estrategia que necesariamente deberá vincularse con el abandono del cortoplacismo: en ese terreno —el complejo diseño de planes con miras al futuro mediato— uno de las principales definiciones a adoptar es de qué modo se reenfocará la relación con el Fondo Monetario Internacional, añeja piedra en el zapato de los argentinos.

   Los vínculos de la Nación con el organismo creado por los acuerdos de Bretton Woods en 1944 se han caracterizado por su proximidad casi carnal en ciertas épocas y por el rechazo visceral en otras, aunque en este último caso la retórica no haya solido coincidir ni coincida en la actualidad con los hechos concretos. Pero si algún saldo puede extraerse de estas casi cinco décadas de contactos con el FMI, éste difícilmente sea positivo. Acaso un breve repaso resulte útil para enriquecer la mirada sobre el presente.

   Desde que en 1956 la Argentina ingresó al Fondo se firmaron infinidad de acuerdos, el primero de ellos en 1957 con el manifiesto objetivo de obtener una “mayor libertad económica”. Y así se inició una cadena que continuó un año más tarde, para combatir la inflación reinante; en 1959, con el fin de “apoyar” la balanza de pagos, y en 1960 y 1961, para incrementar el nivel de reservas.

   Las demandas al organismo ya no cesarían: los presidentes Guido e Illia y la dictadura militar que lideró Onganía recurrieron a sus servicios, tanto como el gobierno justicialista que asumió en 1973.

   El siniestramente autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” también apeló al crédito externo, pero ya el año 1981 permite vislumbrar los peligros que acechaban con el marcado incremento de la deuda y la indetenible fuga de capitales.

   El gobierno radical de Raúl Alfonsín se relacionó con el todopoderoso organismo tanto durante la gestión de Bernardo Grinspun como en el período de Juan Vital Sourrouille, cuando el FMI avaló los célebres y frustrados planes Austral y Primavera.

   Pero es tras la hiperinflación de 1989 y con el cambio de década que se abrirá el ciclo dorado de la relación entre el país y el organismo trasnacional. Lo sucedido durante los años noventa, signados por el Plan de Convertibilidad implementado por el tándem Menem-Cavallo y las rápidas privatizaciones de las empresas del Estado, llevará al FMI a señalar a la Argentina como modelo de las transformaciones económicas necesarias en un Estado moderno. La ilusión no duraría: después de un lapso inicial de bonanza, la recesión imperante desembocará en el estallido y la consecuente crisis política, masivos cacerolazos mediante, que terminaría con el ciclo del inoperante Fernando de la Rúa.

   La autocrítica del FMI llegaría tarde y tibiamente, pero llegaría. Es que a la evidente responsabilidad de los gobernantes y hasta del propio pueblo nacional en la sobrevida artificial de un esquema que a todas luces se caía debe sumársele el pesado porcentaje de culpa que poseen los “gurúes“ que hablaban maravillas de la economía nacional mientras, debajo del oropel, las grietas ya corroían los cimientos.

   Sin embargo, en los últimos años —para el asombro de muchos y el terror de otros— la Argentina demostró que la “ayuda” del Fondo no era imprescindible y que sus diagnósticos, tenidos por infalibles, no sólo habían fallado durante los neoliberales años noventa sino que podían seguir fracasando.

   Ese ciclo ya está cerrado y la lección merece ser aprendida. Pero ahora, cuando se deben atraer inversiones para fortalecer la reactivación y vivificar la economía que ha vuelto a ponerse en marcha, no es con retórica populista que podrán reconstruirse los puentes que tan alegremente se volaron. Corresponde establecer una relación madura con el FMI, en el marco del contacto fluido y dinámico con el mundo que la globalización reclama.

   Nuevas y candentes discusiones se avecinan, y un acuerdo beneficioso puede ser el fruto de tales debates. El país debe ser consciente de sus propias fuerzas, pero sin incurrir en el tan argentino pecado de la soberbia.
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