| miércoles, 07 de abril de 2004 | Reflexiones Seguridad: las viejas recetas del fracaso Daniel Erbetta (*) El secuestro y asesinato de Axel Blumberg, el amor y compromiso de sus padres y el hartazgo de la gente frente a la irresponsabilidad estatal en el cumplimiento de una de sus funciones esenciales, dieron lugar a una de las movilizaciones más impactantes y espontáneas de los últimos tiempos. Mujeres y hombres motorizados por un valor común expresaron el desencanto frente a promesas, frustraciones e inoperancias, cuyos costos en vidas humanas es uno de los más altos de la región. Sin embargo, el legítimo reclamo de una sociedad cansada de esperar merece algunas reflexiones, para evitar que la urgencia oculte lo importante y las ilusiones impidan la búsqueda de soluciones reales. Por ello, ante esa justa demanda es necesario indagar en las causas y en las responsabilidades. No sólo como necesidad de un diagnóstico que permita relevar los problemas para formular un orden de soluciones sino, además, para no volver a caer en el engaño del que todos hemos sido víctimas.
Para evitar confusiones, sirven algunos datos:
A) una política de producción de seguridad supone no sólo reducir los riesgos de delitos sino reducir también el pánico o alarma social. Una buena política para resolver objetivamente el problema de la inseguridad no siempre va a garantizar una disminución del miedo al delito. En la configuración de la "alarma social" juegan muchos otros factores. Durante el terrorismo de estado (desapariciones, asesinatos, robos de bebés, tortura, violaciones, etcétera), muchos estaban tranquilos porque la mordaza y manipulación comunicativa funcionaba a la perfección.
B) La seguridad no puede identificarse sólo con su dimensión física porque ello limita las respuestas a una demanda de orden fáctico cuando el rol central deben ser políticas sociales e institucionales.
C) Desde 1990 se ha comprobado efectivamente un aumento de los delitos. En Capital Federal, entre 1990 y 2001 los homicidios dolosos aumentaron en un 232 % y en provincia de Buenos Aires un 50%. El deterioro en la credibilidad de las instituciones vinculadas a la seguridad reflejaba en 2001 que sólo un 17% confiaba en la policía, un 12 % en la Justicia y un 8% en el Congreso. En la Capital, año 2002 sólo el 24% de las víctimas de delitos formularon la denuncia. El aumento de delitos se verificó aún en mayor proporción luego que se sancionaran leyes endureciendo las penas e impidiendo excarcelaciones.
D) Lo anterior no escapa a un contexto caracterizado por un fuerte proceso de exclusión social y marginación (casi la mitad de la población por debajo de la línea de pobreza y más de 500.000 chicos de clase baja de 13 a 17 años expulsados del sistema escolar y del mercado laboral, mientras uno de cada cuatro menores trabaja para poder comer y, tal vez valga advertir porque no muchos lo saben, la mayoría de las víctimas de los hechos violentos como homicidios dolosos y robos calificados son de esos sectores excluidos).
Es probable que la marcha por Axel sea un punto de inflexión para que algo empiece a cambiar pero es improbable que ese cambio venga de la mano de las mismas recetas cuyo fracaso está históricamente demostrado. El petitorio de Blumberg expresa el reclamo legítimo de la ciudadanía pero es responsabilidad de los políticos no engañar a la gente, advertir sobre las reales consecuencias de los caminos propuestos y, en su lugar, diseñar políticas eficaces.
La política criminal y la de seguridad de un país no pueden ser el resultado de reacciones emocionales o espasmódicas. Todos compartimos el dolor de tantos hermanos golpeados por estos repugnantes crímenes, queremos el juicio y castigo de los culpables pero no podemos caer en la trampa que ha dominado esta cuestión. La política criminal y la de seguridad no pueden diseñarse por televisión. Se dirá que los políticos no saben cómo enfrentar el problema pero sería una grave irresponsabilidad caer en el fácil expediente de atender cualquier reclamo sólo para tranquilizar a la gente haciéndole creer que el Estado se ocupa de sus problemas. No se trata de decir lo que la gente quiere escuchar. Cien mil o un millón de firmas no pueden neutralizar la necesidad de advertir sobre las falsas recetas. Porque no es la primera vez que frente al aumento de los delitos y el impacto de algunos crímenes aberrantes se postula como correlato la necesidad de incrementar la violencia, de aumentar las penas, reducir el límite de edad para los menores, conceder más facultades policiales, etcétera. Viejas recetas de probado fracaso.
Para quienes no lo saben este ha sido el camino seguido por nuestros legisladores en los últimos 14 años. ¿O acaso se ignora que ya se han aumentado las penas de los secuestros, sustracción de menores y delitos sexuales -entre otros-, que esos delitos no son excarcelables, que se han incorporado agravantes específicas, que en estos años se han sancionado casi más leyes penales que las que inicialmente traía el Código Penal, que se han limitado las excarcelaciones y se han incorporado a nuestra tradición jurídica las repugnantes instituciones de los espías, agentes encubiertos, arrepentidos, delatores, recompensas, negociaciones, etcétera? Si no se sabe, vale informarlo porque lo que se está pidiendo ya ocurrió y ningún efecto preventivo tuvo: los delitos siguieron incrementándose y los primeros agentes encubiertos terminaron presos junto a un juez y su secretario (caso Coppola).
Es cierto que, por muchas razones, la fuerza cultural de esta creencia es verdadera, pero lo que probablemente no se conozca es que estos discursos terminan siendo funcionales a la acumulación de más poder, precisamente, en aquellas agencias que tienen a su cargo la responsabilidad de evitar los delitos y que en muchos casos, paradójicamente, están directamente involucradas en su producción. Ningún delincuente violento lee el Código Penal antes de actuar. Tampoco tienen asesoramiento como otros que no necesitan acudir a la violencia para consumar graves delitos y que tan poco preocupan como factores de inseguridad.
Las graves consecuencias del uso clientelístico de las leyes penales ha sido ampliamente estudiado. Cuando no se sabe cómo resolver un problema nada mejor que vender la ilusión de su solución y para ello siempre vienen bien las leyes penales. En realidad, se sabe que con los aumentos de penas no se resuelve el problema pero el uso simbólico de leyes penales sirve para tranquilizar a la "opinión pública". Lo que no se dice es que los sistemas penales funcionan selectivamente y alimentan focos de corrupción. Tampoco se dice que su ampliación no hace más que incrementar esos defectos estructurales y que su productividad en la reducción del delito es muy pobre, casi nula. Previenen casi nada, amplían las redes de la corrupción y potencian ciertas formas de criminalidad.
La responsabilidad e incidencia de la prensa en estas cuestiones es hoy decisiva. Violencia, riesgo y amenaza constituyen fenómenos centrales de la percepción social. La conclusión es lógica: si esos fenómenos son centrales en la percepción social la respuesta frente a la violencia es la guerra. De esa forma, la amenaza de violencia se convierte en un regulador a partir del cual pueden fomentarse estas propuestas. Lamentablemente, la seguridad se ha convertido también en un concepto simbólico sobre el que todos y cualquiera son expertos. Ha surgido un discurso público de seguridad ciudadana como ideología (no como problema real, que es algo bien diferente) cuyo correlato son las campañas de ley y orden. El final es conocido: el problema no será resuelto y la demanda de represividad será cada vez mayor. En ese camino, algún día terminaremos en un totalitarismo donde desaparecerán las garantías y libertades y los conflictos seguirán existiendo, tal vez sin comunicación ni conocimiento público. No tendremos seguridad y tampoco libertades.
La complejidad del problema requiere la intervención de especialistas, investigaciones de base empírica (escasas entre nosotros), un adecuado relevamiento y diagnóstico por regiones (ningún programa foráneo de prevención del delito es trasladable a nuestra realidad), un fuerte compromiso político para desterrar la corrupción y la impunidad, para reformar y depurar la policía, para reformar la estructura y funcionamiento del Poder Judicial a efectos de adecuarlo a estas nuevas necesidades. En base a ello, el diseño de políticas de seguridad y de prevención de corto y largo alcance así como la ejecución -prioritaria- de otras políticas activas que apunten a remover las causas obscenas de tanta conflictividad social.
Entre tanto, si algo se sabe con certeza es aquello que no debe hacerse. La ley penal y el aumento de las penas nunca resolvieron ninguna emergencia sino que las agravaron, incrementaron la corrupción y potenciaron la violencia (ocurre que el discurso dominante está tan internalizado entre los clientes de la campaña como entre los delincuentes por lo que termina operando como un discurso incitador a la violencia).
Una cuestión he dejado deliberadamente para el final. Dado que la seguridad involucra problemas básicos de la relación entre sociedad y Estado (también entre derecho y política) es necesario pensar el problema en toda su complejidad. La reducción a una sola dimensión (uso del poder penal) lo simplifica sin resolverlo. Para peor, muchas de las reformas propuestas sólo serán posibles convalidando una seria lesión a los principios constitucionales.
No hay compensación posible entre seguridad y garantías, ya que cuando éstas caen aumenta la inseguridad. Tal vez los legisladores deberán recordar cuál ha sido su juramento o tal vez postular una asamblea constituyente para reformar la Constitución nacional. En cualquier caso, y pensando en nuestra propia historia, es de esperar que serena y responsablemente podamos reflexionar -entre todos- sobre el precio que estamos dispuestos a pagar para gozar -tan sólo- de una ilusoria y efímera sensación de seguridad.
(*) Titular de Derecho Penal y director de la carrera de especialización (UNR) enviar nota por e-mail | | |