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 domingo, 07 de enero de 2007  
[ota de tapa] - Una de aventuras
Viajeros del mundo, uníos
Las vacaciones abren una puerta hacia territorios cargados de significados. Aquí algunas crónicas de viaje a modo de álbum narrativo

Viajar. Esa es la consigna cuando llegan las vacaciones. Transitar ese tiempo, limitado, donde está permitido escapar hacia un territorio especial, plagado de sensaciones. Tras el regreso, el inevitable álbum de fotos se carga de recuerdos, siempre suspendidos en la esperanza de volver a partir. Pero pocas veces esas imágenes se traducen en palabras cuando en realidad esconden un hilván de historias imperdibles.

Los viajes son siempre desplazamientos cargados de significados, verdaderos cofres que esperan ser abiertos por aquellos portadores de una infatigable mirada ingenua: los viajeros. Algunos de ellos transitan pertrechados como turistas de manual; otros, circulan más desprevenidos, pero lo cierto es que ambos suelen sentir la cercanía de la aventura. Y entonces vale la aclaración: no siempre es necesario llegar a la cima de una montaña o navegar alocadamente algún arroyo revuelto, sólo basta con estar dispuesto a la aventura.


El descubrimiento
Por Hernán Lascano

Miré Corcubión por primera vez una mañana verde y brumosa de primavera, aunque ya había estado allí muchas veces, llevado por lo que mi abuelo me contaba de las personas y los lugares de su infancia y adolescencia.

Llegué con el menor de mis primos argentinos a esa comarca del extremo norte de España, en el Atlántico. Iba mudo y temblando por una calle donde había casas de un lado y el mar del otro. Le preguntamos a un boticario por mi tía Fina, a quien apenas conocía de nombre. Nos dijo que era la segunda puerta frente a la plaza. Golpeamos. Una mujer igual a todas mis tías salió a atender y nos quedó mirando en silencio. "Somos nietos de José", dijimos. Nos abrazó y nos imploró que pasáramos.

Por detrás a ella apareció una chica igual a mis primas. Nos contemplamos un buen rato, tengo la impresión que sin parpadear y con algo de incredulidad. Ella tendió las manos hacia nosotros y tomó las nuestras. "Mis primos de Argentina. Esto sí que no me lo soñé nunca". Salimos a ver el pueblo. Sonia, nuestra nueva prima, nos llevaba a cada uno de la mano. Decía que era un milagro la visita y nos anunció que había que celebrarlo en grande.

Llamó a un amigo y fuimos a la orilla del mar profundo a pescar centollas. Se las darían a un hombre que las vendía a restaurantes en Madrid. La pesca furtiva estaba prohibida pero por dos de esos bichos conseguirían ochenta euros. "Necesitamos pasta para la farra de esta noche", dijo.

Desde siempre tenía yo grabados los lugares de la infancia de mi abuelo y como un desesperado deseaba poner en línea los ojos con la memoria. "¿Cuál es el monte de Pindo", preguntaba. "Detrás de esa carretera", decía Sonia. "¿Dónde está Amarela?", insistía. "Al final de esa colina", me contestaba. "¿Y Ameixenda?", quería más. "Del otro lado de la ría", me explicaba.

Después, le pregunté si sabía por qué nuestra familia se había asentado en ese pueblo. Contestó que no. Le conté entonces que nuestra bisabuela labraba un terreno en Cee, la ciudad frente a donde estábamos, viendo con molestia como el sol de la mañana bañaba toda la ladera de Corcubión.

La vieja Carmen -que era testaruda y, me enteré allá, bruja del pueblo- un día clavó la azada en la huerta y dijo: "Cuando trabajo me gusta que el sol me dé en la cabeza. Y aquí me da en el culo. Nos cambiaremos allá".

A pocas horas de habernos visto por primera vez nos sentíamos inseparables, llamados por la voz común de nuestros antepasados de una manera extraña pero profunda y espontánea, deseosos de estar juntos, haciéndonos burlas, muriéndonos de risa. Habíamos nadado en el agua helada y paseado todo el día. A la noche tomamos caña y comimos gambas a la plancha en la taberna de la que me hablaba mi abuelo. Desde allí, mientras bebíamos, miles de lucecitas reflejadas en el mar alumbraban el momento inexpresable de ese encuentro de imposible olvido.

Lo que sigue lo anoté al principio de ese día:

"Junio 11, 2003. La ría de Corcubión entra en el continente como una cuchillada y separa la tierra en dos. De cara al océano, la margen izquierda es el pueblo mayor, Cee, con un movimiento intenso que languidece a mediodía. La margen derecha es Corcubión, más moroso y pequeño, como si mirase a la tierra del otro lado de la ría con una indiferencia algo fingida de hermano menor. Es verdad que Cee parece algo oscurecida mientras Corcubión palpita debajo del sol. Aquí estoy, de pie, por delante del tiempo y del mar de un solo borde que mi abuelo llamaba el fin del mundo. Esperé 35 años el momento de plantar los pies sobre este pedazo de suelo. Un suelo que tiene vida aquí y ahora, pero que deseo siga siendo también el lugar imaginario convocado por los relatos torrenciales de mi abuelo".


El ángel del camino
Por Osvaldo Aguirre

Cuando uno sale de viaje se supone que debe tomar precauciones. Controlar el buen estado de su vehículo, por ejemplo. O llevar los elementos necesarios para responder a cualquier imprevisto en la ruta. A Fabián nada de eso le preocupaba demasiado. No tenía balizas, ni una linga para hacer un remolque. Ni siquiera un cricket. "Confío en el ángel del camino", decía, medio en broma.

Aquella vez quería llegar con Alicia, su mujer, hasta Monte Hermoso, y se propuso hacerlo a través de la ruta 33. Era domingo y estaban apurados porque habían salido tarde, cerca de mediodía. Iban en un Fiat Uno; el mapa que tenían presentaba sin demasiados detalles los caminos de la provincia de Buenos Aires y mostraba a esa ruta como un camino seguro, el más directo hasta Bahía Blanca. Pero apenas pasaron Rufino supieron que esa descripción no era la correcta: después del límite interprovincial, las banquinas desaparecían bajo tupidos pastizales y el asfalto se quebraba en una sucesión de pozos, cortadas y ondulaciones.

Por un momento creyeron estar en un lugar perdido en el tiempo. Alrededor se extendían campos sin explotación visible. Sin señalizar y destrozada, la ruta parecía una especie de trampa. No era el problema de un tramo: todo el camino estaba así y empeoraba a medida que se acercaban al cruce con la ruta 188 y el acceso a General Villegas.

-Cuando llego a un cruce tengo dudas sobre qué camino tomar -dice Fabián-. Siempre me pasa, no sé por qué. En general elijo el camino equivocado.

Y aquella vez siguió de largo por la 33. Claro que no fueron mucho más allá. Las deformaciones del pavimento eran imprevisibles, por más que Fabián frenaba no las podía evitar; el Fiat salía impulsado como un misil, tocaba tierra, rebotaba, volvía a asentarse y cuando parecía estabilizarse otra vez volaba. De pronto el auto dio un par de panzazos consecutivos y se detuvo.

-No sabíamos qué pasaba -cuenta Fabián-. No era el aceite, no le faltaba agua. Y ahí terminaba toda nuestra ciencia.

Corrieron el auto hacia un costado y se pusieron a hacer señas. Alicia apeló al celular: llamó al 110 en busca de datos sobre comisarías o puestos de bomberos, pero era imposible mantener la comunicación. Varios autos pasaron de largo y cuando uno paró Fabián se enredó en una confusión con el conductor porque él hablaba de Rivadavia -nombre con el cual figuraba en el mapa la ciudad más próxima- y el otro le decía que se llamaba América. Por fin, un chacarero que llevaba un caballo en una camioneta les dijo que se ocuparía de avisar en la estación de servicios de Villegas, en cuanto llegara, para que los auxiliaran. Y antes de reemprender la marcha, les avisó que un par de kilómetros más adelante la ruta sencillamente no existía: había sido borrada por una inundación y sólo quedaba una franja de tierra en medio del agua.

Una hora después se convencieron de que esa ayuda, por razones imposibles de desentrañar, nunca llegaría. Al menos Alicia había logrado averiguar algo: con el mapa extendido sobre el capot del auto supo que el pueblo más cercano se llamaba Poincaré y entonces pidió el número de la policía de ese lugar. Pero le dieron el de una comisaría que resultó estar cerca de Carmen de Patagones, a unos 700 kilómetros, aproximadamente.

Entonces notaron que se había detenido un Renault 9. Primero bajó un hombre y luego una mujer, con un perrito al que llevó entre unos yuyos. El hombre se acercó sin que le dijeran una palabra; pareció bastarle la cara de desesperación de Alicia y Fabián. Levantó el capot del Fiat y echó una mirada.

Fabián intentó una explicación, pero el otro lo cortó con un gesto.

-Vos no sabés de mecánica -dijo, y sonrió-. Parece que no hay paso de nafta. Tal vez fue por el golpe del auto en el asfalto -agregó, cuando se les unió la mujer, con el perro en brazos.

Se ofrecieron a remolcarlos. Tenían lo necesario para hacerlo. Y entonces se presentaron: se llamaban Jorge y Mary. Ella era maestra de nivel inicial y él profesor de educación física. Viajaban desde Oberá, Misiones, de donde eran oriundos, hasta Alto Río Senguerr, Chubut, donde vivían.

Así llegaron hasta un taller mecánico en la entrada de América; esa pequeña ciudad se había llamado Rivadavia hasta que los lugareños lograron que se restaurara el nombre con el que había sido fundada. Poincaré, por otra parte, no era un pueblo sino un caserío. Antes de seguir viaje, intercambiaron teléfonos y Alicia les pidió que si alguna vez pasaban por Rosario los llamaran.

-Nos vemos por el camino -dijo Jorge.

Más que una despedida, parecía una promesa. Fabián está convencido de que algún día se cumplirá.


Al lugar equivocado
Por Silvina Dezorzi

Llegaba a Amsterdam, sola, un sábado a la tarde. Por suerte, sin mayor equipaje a cuestas. De espaldas a una atiborrada estación de trenes encaré hacia lo que creí el centro de la ciudad, como si hubiera uno solo. Fui para la izquierda, como podría haber ido a la derecha. Por pura casualidad. Y empecé a buscar hotel, hospedaje, hostal, pensión, lo que fuera. La respuesta fue siempre la misma: "No queda nada".

Tardé un par de horas en descubrir por qué: fin de semana largo en Alemania, por ende miles de alemanes jóvenes en Amsterdam. Sumados a los ingleses, franceses, belgas, italianos, norteamericanos y australianos (jamás entendí por qué tantos australianos). Lo cierto es que eran muchos y habían copado todo. Decididos a disfrutar de lo que sólo Amsterdam parecía darles.

Conclusión. Después de cuatro horas de caminar entré a un tugurio oscuro y humoso con algún parentesco a bar, donde se leía un similar anuncio de "hostel". Tan desesperada estaba que ni pregunté cuánto la noche, ni si era individual o colectiva la habitación, ni si tenía baño. Y pagué, lo que por entonces me funcionaba como una sentencia irrevocable.

Luego conocí la habitación: una especie de pabellón unisex repleto de cuchetas, sin sábanas, con mantas grises sobre colchones mugrientos. Los que reposaban en ellas parecían idos. Y un excusado, uno solo, con puertas de saloon. Debajo se veían calzones y pies. Pero las cartas ya estaban echadas.

Cuando salí, dispuesta a encontrar algo para comer y a olvidarme de lo que a todas luces prometía ser mi noche, las campanas de toda Amsterdam sonaron a duelo por las vidas arrebatadas por el sida. Ahí empecé a llorar. Qué triste Amsterdam, pensé. ¿Y dónde estaban los bucólicos canales? Ni los había visto. Quise pasear por la ciudad, pero calles en círculo de nombres irrepetibles e interminables siempre me volvieron al mismo punto: la ciudad roja, de la que nunca logré salir.

Cuando llegué al albergue, literalmente, me encadené la riñonera (con el pasaporte y dinero adentro) a la pata de la cama por si alguien decidía fijarse en mí con malas intenciones. Pura paranoia, porque los huéspedes del hostel estaban bastante dados vuelta, tan entretenidos con sus sustancias y entre sí que nadie me dirigió ni una piadosa mirada. Se rieron, gritaron, lloraron, me vomitaron al lado de la cama. Y yo, firme como rulero de estatua, agarradita a la pata de la cama.

Al amanecer todos parecían muertos. Entonces me deslicé del catre, y una vez puestos los borceguíes sigilosamente (sin usar ni el baño) salí del pabellón esquivando vómitos.

En la calle se colaban los primeros rayos de sol. Y entre vidrios rotos, jeringas, más vómitos y montoncitos de mierda fui dejando atrás, por primera vez, la famosa zona roja.

Luego, por fin, aparecieron los canales, las bicicletas, las flores en los balcones, la otra Amsterdam. ¿La verdad? Ni una ni otra me gustó, a lo mejor por el bajón que tenía. Será otra vez. O quizá no. Y nunca me guste Amsterdam.


Los consejos
Por Lisy Smiles

Una amiga me lo había advertido: "No vayas para la izquierda". El consejo debía aplicarse apenas uno asomara la nariz puertas afuera de la estación central de trenes en Amsterdam. En los viajes a países lejanos, y en particular cuando se realizan en forma solitaria (una maravilla), uno suele echar mano a un par de amuletos, ante esa extraña pero sabrosa sensación de inseguridad que se suele sentir ante lo desconocido. Los consejos operan de amuletos.

Por eso, y ante la posibilidad de un ataque de pánico, hoy tan de moda, intenté obtener alguna información de otros que experimentaron en ese territorio a conquistar. Y esta amiga me lo había dicho: "Tratá de no llegar cuando empieza el fin de semana y cuando estés parada a la salida de la estación central evitá ir para la izquierda". Pero, ¿qué era aquello tan peligroso? El Barrio Rojo, o mejor dicho, sus ocasionales visitantes.

El submundo en cuestión no era tanto el problema, somos chicas modernas, amplias y aventureras, pero sí sus habitantes casuales. El Barrio Rojo es "el" lugar elegido por cientos de europeos y turistas de ocasión que llegan a Holanda para protagonizar sabrosos sucesos que en otros sitios son considerados delitos. Y el Barrio Rojo está a la izquierda de la terminal ferroviaria.

Mi lugar de base era La Haya, ubicada a unos 70 kilómetros de Amsterdam, en tren llegaba en algo más de una hora, por paradas. Y hacia allí fui. No suelo programar en detalle un viaje, pero hasta mis manos había llegado una interesante guía turística de Amsterdam editada por el diario español El País, escrita por periodistas. Quería ir a un par de museos, recorrer la parte vieja de la ciudad, toparme con algún mercado y sentarme en bares que se cruzaran por mi camino. Había decidido no ir a la casa museo de Ana Frank. Es que tenía ganas de andar liviana, sin fantasmas a cuestas.

En La Haya vivía mi hermano y su familia. El también me había dado un par de consejos: "Apenas llegues, enfrente de la estación de trenes, hay una oficina de turismo; pediles un mapa y que te marquen cómo ubicar los sitios a los que querés ir. Después, caminá a la derecha (directamente no habló del lado izquierdo), gastate unos mangos, y hacete un paseo en uno de los barquitos. Es lo mejor para ubicarse; tené en cuenta que es una ciudad circular". "Si es circular -me dije-, por ella circularé".

Partí de La Haya muy temprano. Por entonces, los tickets se compraban en la boletería. Algo de inglés manejo, pero igual ya tenía aprendidas las típicas frases de rigor y las posibles respuestas. De todos modos, algo no entendí de lo que me dijo el flaco que atendía ese día. Pasé igual mi billete por la ventanilla y obtuve el ticket. Tomé el tren, lo disfruté y llegué. Me paré en la puerta de la estación ferroviaria, mientras resonaba en mi cabeza el consejo de mi amiga y el de mi hermano. Pero, sorpresa: la oficina de turismo estaba a la izquierda. En realidad era un trailer que solía acomodarse en distintos puntos. "Estoy de viaje, y lo voy a disfrutar", me alenté.

Mientras, comencé a caminar sobre el lado izquierdo de la estación. Ingresé a informes, pedí los datos de rigor y salí. ¿Hacia dónde? Al Barrio Rojo.
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Un mojón holandés. LA estación ferroviaria central como puerta de ingreso a Amsterdam y a un par de relatos desafiantes.

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