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 miércoles, 06 de abril de 2005  
Editorial:
La Iglesia en la encrucijada

La muerte de ese Pontífice excepcional que fue el polaco Karol Wojtyla, Juan Pablo II, ha marcado sin dudas el fin de una era fructífera para el catolicismo, que ahora enfrenta la crucial instancia de la elección de su sucesor. El dolor mundial que generó la desaparición del Papa -con picos de emoción inéditos y una impactante difusión mediática de los acontecimientos finales de su vida- entrega una pauta precisa de la gigantesca relevancia popular que había adquirido su figura, esa misma que marcó decisivamente los acontecimientos históricos clave del último cuarto del siglo veinte, con la caída del socialismo de Estado soviético y sus satélites en destacado primer plano.

El futuro se presenta cargado de incógnitas. La Iglesia debe definir no sólo un nombre y un hombre, sino un perfil y un estilo. Juan Pablo II marcó un lineamiento claramente ortodoxo en cuestiones doctrinarias y dejó bien sentada su oposición a cualquier posible apertura en cuestiones centrales como el aborto, la homosexualidad, los métodos de fecundación asistida, la clonación, el rol de la mujer dentro de la estructura eclesiástica y el celibato sacerdotal. Sin embargo, dista de existir un consenso monolítico en torno de temas tan candentes, indisolublemente vinculados con el creciente proceso de integración y afianzamiento de la tolerancia hacia el "otro" -el diferente- en todo el ámbito de la cultura occidental. Así lo hizo saber días atrás, por ejemplo, el cardenal brasileño Claudio Hummes, uno de los candidatos a ocupar el lugar de Wojtyla, quien dijo que "urge una renovación de la Iglesia Católica, que debe adaptarse al mundo moderno y no puede dar respuestas antiguas a preguntas nuevas". En esta línea puede situarse también al prelado belga Gotfried Danneels -otro "papable"-, partidario del uso del preservativo como método de prevención del sida.

Pero todavía no es momento de dar respuestas. La desaparición física de Juan Pablo II marca el fin de una era de consolidación y expansión mundial del catolicismo -no en vano lo llamaban "el Papa viajero"- y los argentinos no deberían olvidar jamás que su intervención fue decisiva para impedir la guerra con Chile que casi provoca el violento autoritarismo que emanaba de los dictadores Pinochet y Videla. Tampoco, por cierto, que su visita en pleno desarrollo de la guerra de Malvinas contribuyó a la aceptación popular de una triste derrota. El Pontífice fue, más allá de la terrenal esfera de consensos y disensos, un hombre honesto, que ante todo procuró hacer el bien a sus semejantes. Su figura se proyecta hacia la historia, pero antes ha ocupado un lugar en el corazón de todos.
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