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 miércoles, 06 de abril de 2005  
Reflexiones
El Papa estrella

Por Josep Ramoneda / El País (Madrid)

Ha muerto una estrella. La gran novedad de Juan Pablo II como Papa ha sido que asumió las reglas de la sociedad espectáculo con la naturalidad de un verdadero actor. Nada de lo mediático le era ajeno. Y mientras fue dueño de su cuerpo, con la espontaneidad del que ha nacido para la pantalla, no dejó un solo gesto, una sola pose al azar. Buscó siempre la máxima optimización posible en la relación entre el mensaje y el medio. E hizo de sus viajes un acontecimiento más de la cultura espectáculo, en los que él jugaba el papel estelar. Siempre recordaré sus pasos sobre el escenario del campo del Barcelona en su primer viaje a España: ni Marlon Brando en el Julio César de Mankiewicz. El problema de los medios es que cuando uno se acostumbra a vivir en ellos es muy difícil romper el hábito. Y se acaba siendo esclavo del propio narcisismo. Probablemente nunca sabremos si fue del propio Papa o del entorno la obsesión por mantenerle en escena aun en su manifiesta degradación física e intelectual.

Hasta tal punto era un hombre de los medios de comunicación que daba la impresión de que temía desaparecer si dejaba de frecuentarlos, conforme a esta ley de la sociedad de la imagen según la cual lo que no sale en la tele, no existe. Parece como si dejar de mostrarse en público hubiese sido, para el Papa, equivalente a la jubilación. Y que, por tanto, habría resuelto el dilema entre renunciar o no renunciar a su cargo por la vía de mantenerse presente en los medios, es decir, vivo para la cultura de hoy. Y así ha sido hasta el último momento, hasta su última aparición, forzada hasta la extenuación, en que ni siquiera consiguió articular las palabras que quería decir.

En este cambio de milenio se está en los medios audiovisuales o no se existe. Juan Pablo II lo tuvo claro y jugó esta carta desde el principio hasta el final. Entendió el desafío de la globalización y creyó que sólo estando presente en todos los puntos del planeta podía contrarrestar sus efectos. Algunos expertos dudaban de que tan alto grado de exposición en los medios fuera compatible con el halo misterioso propio del poder carismático. Juan Pablo II escogió un motivo principal para su presencia: el viaje. El viaje es omnipresencia y universalidad. Dos atributos muy ligados al poder que él representaba.

La visibilidad del Papa, sin precedentes en la historia del papado, no fue en ningún momento acompañada de una mayor transparencia del poder eclesiástico. El misterio siguió rodeando el mundo de la ciudad del Vaticano y, no sólo eso, la cara oculta de la Iglesia fue, durante este mandato, noticia en repetidas ocasiones por cuestiones de dinero -caso Marcinkus- o de sexo -casos de los prelados pederastas en Estados Unidos-, es decir, del territorio de las cosas sucias, según el puritanismo eclesial. Estos y otros casos quedaron, a pesar de las denuncias, en el terreno de la tradicional opacidad vaticana, sin muestras de especial sensibilidad por las víctimas o por los perjudicados. Una estrella en la cima de un poder nada transparente, que tiene en el misterio la materia prima de su trabajo. Sin duda, los medios de comunicación han recompensado sobradamente a Juan Pablo II la pasión que tuvo por ellos. El abrumador despliegue de estos días ha sido en este sentido un homenaje de los medios a uno de los suyos.

Esta transferencia de ida y vuelta entre el poder carismático y el carisma de los medios ha forjado sin duda la imagen de este papado. Y en este sentido ha sido rupturista. Veremos estos días si ha dejado a la Iglesia preparada para afrontar por primera vez un cónclave con la CNN e Internet retransmitiendo en directo. En materia de poder carismático hay que saber con mucha precisión qué velos pueden levantarse y qué velos no pueden tocarse. Juan Pablo II tenía esta habilidad. Naturalmente, la imagen acuñada por la relación entre el Papa y los medios condiciona sensiblemente los análisis de su papado. Y ha generado un número de tópicos que no siempre resisten una lectura detenida. Dicen que ha sido el Papa de los jóvenes, pero parece confundirse a algunos miles de alegres muchachos que se han congregado en torno suyo en sus viajes con la juventud en general. Los datos, por lo menos en Europa y en países tan presuntamente católicos como España, indican más bien lo contrario: la práctica religiosa de los jóvenes cae sin cesar, las vocaciones que deben alimentar a la Iglesia de cuadros brillan por su ausencia, los seminarios están vacíos o cerrados.

Dicen que ha sido un Papa de profunda preocupación social, hasta el punto de que algunos le han tachado de anticapitalista. Sus críticas a los excesos del neoliberalismo o sus denuncias de la pobreza casan mal con el bloqueo doctrinal con que respondía a problemas y peticiones concretas, como, por ejemplo, el uso de anticonceptivos para evitar la explosión demográfica en determinados países, o del preservativo para luchar contra el sida. Dicen que ha devuelto visibilidad a la Iglesia, pero esta imagen no le ha impedido perder autoridad moral en el Primer Mundo, donde la Iglesia intenta inútilmente impedir reformas legislativas que van contra sus intocables principios doctrinales, y no le ha impedido tener que vivir una dura batalla con otras confesiones religiosas en el Tercer Mundo.

Dicen que ha sido el Papa que ha abierto los brazos a las otras religiones, y algunos de sus gestos mediáticos corroboran la idea, pero se olvida fácilmente su rigor dogmático que, en regresión respecto de la doctrina de sus antecesores Juan XXIII y Pablo VI, niega que fuera de la religión católica haya salvación.

Las posiciones de Juan Pablo II en materia de costumbres podrían situarle como precursor de la revolución conservadora que está triunfando en los Estados Unidos y busca expandirse también por Europa. Su oposición a las guerras americanas de los últimos años le ha ganado simpatías entre sectores ideológicos de la izquierda, que estos días se aprestan a reconocérselas. Pero no parece claro que después del Papa-espectáculo la Iglesia sea más fuerte que hace veintiséis años, cuando él tomó la dirección. En cualquier caso, las autoridades eclesiásticas son las mejor preparadas para saberlo -ellas saben de los flujos de vocaciones, de adhesiones, de influencia y de dineros-. Y aunque no nos dirán su valoración real, algo se podrá intuir después del cónclave. La personalidad del nuevo Papa y algunas filtraciones de la reunión permitirán ver si los señores cardenales creen que el camino emprendido por Juan Pablo II era el adecuado o deciden proseguir por rumbos distintos.

El Papa ha leído la globalización como una oportunidad de volver a estrechar la relación entre religión y política. Y, en este sentido, el primero de sus herederos ha sido uno de sus grandes rivales: George W. Bush, con el que tuvo muchos puntos de fricción. Pero Bush ha hecho lo que el Papa soñaba: promover el uso político de la religión, y utilizarla como fuente de legitimidad, en un proceso de restauración conservadora.

La gran aportación de Juan Pablo II fue su contribución a la caída de los regímenes de tipo soviético. Su nombramiento fue a la vez signo y catalizador. Signo de que quizás alguna cosa iba a cambiar en el Este, confirmando además la mayor eficacia de los sistemas de información de la Iglesia que de los servicios de inteligencia occidentales. Y catalizador de estos mismos cambios, a partir de su experiencia de resistente en Cracovia. En esta ciudad, el régimen comunista construyó Nueva Huta, un complejo integrado de industria y habitación para doscientas mil personas, pensado como ciudad ideal del proletariado para compensar la composición social de Cracovia, considerada demasiado burguesa. Hoy la plaza principal de Nueva Huta se llama Ronald Reagan, y la gran avenida, Juan Pablo II. De este gran giro de la historia sí fue protagonista Juan Pablo II, el Papa estrella.


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