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 sábado, 19 de junio de 2004

Reflexiones
Las ciudades invivibles

Jorge Riestra (*)

La ciudad suele impresionarnos como si estuviera habitada por gente en tránsito. Son ejemplos claros las áreas populosas, lo cual no significa gente y más gente abarrotada dentro de las casas y de los edificios en altura, sino afuera, en las calles, donde por encima del imán forzoso o voluntario en que han devenido los bancos y la administración pública, obra el polo magnético de un centro que, aunque también amenazado por el fantasma de la transitoriedad, se expande, o puja por expandirse, al ritmo con que lo hace una sociedad hambrienta de cosas que se venden.

Sucede como si el caudal humano que transportan las veredas tuviera como destino u objetivo el desplazamiento entendido como valor en sí mismo, autónomo: breves detenciones -o ninguna- ante las vidrieras sin párpados para luego seguir y unirse nuevamente a la corriente que no cesa, donde el anonimato es ley.

Curiosamente diabólica la doble faz: masificación anónima por un lado -las caras se desdibujan o truecan en una sola, indiscernible, así como es una sola la mirada que mira pero no ve-, y por el otro, dentro de cada uno, imitación o aprendizaje en la dura universidad callejera, individualismo a la moda, cultivada y transparente conciencia de ser como lo quiere la época, definida por el terminante "haga la suya" que los años setenta, ya en marcha la dictadura militar, lanzaron a los cuatro vientos, y que si no se asimiló directamente, flotó como un esmog grisáceo y penetrante en la atmósfera de la urbe, oscilando entre la persuasión y la imperatividad e implantando la técnica del codazo al prójimo como condición para abrirse camino en la vida. Y dado el goteo interminable de jóvenes que se sumaban al diurno río de llanura asfaltada, lo accidental, lo fortuito, lo extraño y turbador, donde deberían anidar lo excepcional, el asombro, el gran guiñol de la comedia urbana, dado vuelta y vuelto apresurada existencia diaria, réplica de réplicas, cosa sabida.

Sin necesidad de revivir al observador privilegiado, el que desde una ventana alta y bien situada contemplaba el fluir de las hormiguitas viajeras y de los comportamientos grupales y colectivos, desconcertaba la manera con que las nuevas muchedumbres, disímiles y contradictorias por principio e historia, habían aceptado uniformemente la disociación; es más, la tendencia irrefrenada, y para nada oculta, a la dispersión. Inclusive los jóvenes -a algo responderá la mención reiterada de los pichones-, cuya sensibilidad a flor de piel y sus antenas ideológicas, como fuesen, reales o potenciales, podrían haber garantizado un creciente y quizá salvador estado de alerta, no advertían, sin peso el argumento de que parecían no advertirlos, el estancamiento y la regresión de las relaciones personales que trascendían la mera conveniencia; asimismo sus jergas exclusivas, puesta la memoria al servicio del oído, eran una expresión más de la transitoriedad.

Enfocada la lente sobre la multiplicidad de vínculos generados por los espacios compartidos -el del desempleo puede ser considerado como uno de ellos-, era atendible la afirmación de que había más muertes que nacimientos y más interrupciones que desarrollo. Sin días D ni sangrientos Marnes o Verdunes -la vieja historia, los viejos e inevitables referentes-, la sociedad había sido empujada al abismo -incomunicación y penumbra- de la atomización, y suasoriamente llevada -sólo de tiempo en tiempo la rebelión del grito- al chirle pantano de la indiferencia social.

Soledad, hacia donde se mire soledad, pero no una soledad asumida con sus resplandores y sus agrietados socavones, sino disimulada por el vademécum del status, de la velocidad, de los multiplicados aparatos que sustituyen los contactos humanos, de las tentativas, superados el temor y la suspicacia -y aun la prematura decepción- de encuentros que se consoliden en terrenos abonados. Soledad indolora, ceñuda, enojadiza, coceadora, pero eso sí, de fácil digestión, mientras que a la otra, que si bien es hábil para engañar -siempre a mano las máscaras del teatro griego-, no tolera mentirse, se la mastica como se mastica un trozo de carne, no de ternera -tierna, jugosa, tentadora-, ni siquiera de novillo o vaquillona, animales de carnes consistentes y sabrosas, sino de vaca, de vaca criada a campo abierto, grande y arisca, cascoteada, que exige buenos dientes y mandíbulas fuertes, y a la par, en armonía, paciencia y fortaleza.

Sin embargo, templada en la lucha su capacidad para resistir la intemperie y los revueltos oleajes ciudadanos, habrá de servir más que la otra, que posee los caracteres ruinosos del encogimiento de hombros, para impulsar la recuperación de valores y visiones del mundo que tornen vivibles la ciudad, y las ciudades, del futuro.

Entonces las calles, tanto las del día como las de la noche, serán almácigos y no mortajas.

(*)Escritor rosarino,

premio Nacional de literatura

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