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 miércoles, 28 de abril de 2004

El Concejo es parte de la reforma política

Raúl Milano (*)

Frenar la reducción de concejales en Rosario es un atraso solamente entendible por la ausencia de la presión popular emergente de la crisis del 2001. Pensar que la única forma de representación está en la discusión sobre el número de concejales, es no haber entendido nunca los alcances de la reforma política. Poner como razón la preocupación en la representación de las minorías, teniendo un concejal cada 30.000 electores de acuerdo a la ley Borgonovo, es iniciar un debate tan largo como el número de asientos que se necesitaría junto al inmueble en cuestión.

Cuando hace dos años la Argentina entró en un cono de sombras, a partir de la ruptura del contrato de representación entre electores y elegidos, surgió -en medio del vendaval que prometía llevarse todo- un anhelo desenfrenado de reforma política.

Sin lugar a dudas que la reforma política para la sociedad, mayoritariamente, estuvo vinculada a lo que visiblemente podría decirse eran los atributos del poder, comenzando con el derrocamiento de un Poder Ejecutivo timorato, continuando con los lugares donde más se patentiza la existencia de la política, es decir, los cuerpos legislativos y abriendo el camino de la debacle en lo más alto del poder judicial.

A la par del tembladeral de las estructuras políticas partidarias e institucionales, construidas durante muchos años en medio de la sinuosa democracia argentina, los ciudadanos atrapados en el corralito y los marginados del modelo de exclusión del peronismo de los 90 avanzaron en formas casi directas de democracia, algunos convirtiendo al movimiento piquetero en su expresión política de reclamos, otros conformando asambleas barriales que exigían a gritos el "que se vayan todos".

Seguramente el cóctel explosivo que había puesto en peligro la existencia misma del sistema institucional no era más que la mayor ruptura de relación entre representante y representados, la cual se expresaba de distintas formas hasta por capas sociales, pero que en el fondo reconocían un mismo origen.

Después de 20 años de democracia, la sociedad comenzó a hastiarse de los desvíos del sistema, tal vez no por sus aciertos sino por sus defectos. La dirigencia política en sus distintos niveles había armado un mundo irreal de gestión, coptado para sus propios intereses, sus cargos, sus proyecciones personales, sus viajes y un sinfín de corruptelas que en la Argentina de la década del 90 logró su ampliación nunca vista.

La sociedad cargó como pudo contra lo que interpretó sus iniquidades, no contra el sistema democrático, porque en su ebullición fabricó circunstancialmente formas representativas casi directas, pero en su empuje se quiso llevar todo lo que interpretaba le afectaba su calidad de vida. Así, quienes gestionan el país fueron vistos como los principales responsables de sus frustraciones, por ello la política sobrellevo la carga más pesada de su estocada, solo acompañada de cerca por la justicia. Ambos pilares de las instituciones eran jaqueados como responsables de la crisis.

En el fragor de la crisis, con el aliento en la nuca, la dirigencia política en su mayoría se encerró temerosa. Solamente como válvula de escape a tanta presión que prometía llevársela puesta, comenzó algunos movimientos de reforma política, que ante la escasez de ingresos en una sociedad vapuleada, se orientó casi exclusivamente a una visión económica de la misma, el leit motiv era simplemente "como achicar el gasto interpretado como político".

El centro de la crisis de los últimos años, más allá de lo económico, fue el problema de la representación. Este es el tema central de la POLITICA, con mayúscula, debe abordar con la seriedad que sus mezquinos intereses personales y partidarios le impide ver, poniendo en riesgo aún la existencia de sus propias organizaciones, tal como nos pasó principalmente a los Radicales, convirtiendo a un partido centenario en un escaso partido testimonial en muchas provincias excepto honrosas excepciones.

La reforma política no es discutir exclusivamente desde una visión economicista el nivel del gasto, aunque para la sociedad sea el meollo de la cuestión, y con los autoritarios de derecha aportando su bagaje de información tendenciosa, que contrastaba mucho en millones con los desaguisados permanentes de sus privatizaciones, peajes y endeudamientos externos irresponsables.

Pero pensar que la política puede seguir gastando y ejecutando pésimamente los presupuestos como si nada pasara en un país empobrecido, sería vivir en un autismo al cual es muy afecta.

La reforma política es en esencia rediscutir, no solamente la forma de representación que está sabiamente establecida en nuestra Constitución nacional, a través del sistema representativo, republicano y federal, sino la manera en que se generan mayores formas de participación y democratización de la sociedad. El problema de la crisis de representatividad no es elegir más diputados, senadores o concejales, sino articular formas más explícitas e institucionales de participación de la sociedad. Por ello, el tema de la cantidad de concejales mientras tenga un número aceptable, no es el centro del problema. El centro del problema en la reforma política, es acercar las decisiones de los electores a los elegidos.

Por ello, avanzar en las formas descentralizadas de administración municipal es una de las mejores decisiones institucionales que aportan a la reforma política. El presupuesto participativo, con las mejoras que requiera, es otra forma de generar participación y representatividad en las decisiones, la creación de Consejos Barriales en cada centro de distrito, la participación activa de vecinos en los organismos de contralor tanto municipales o provinciales, la derogación de la tramposa ley de lemas por un sistema electoral más directo, la modificación de la composición constitucional de las cámaras por un sistema más proporcional, etcétera.

Cuando el acento de la participación -que es la esencia de la democracia- no se pone en el número de concejales, sino en los mayores niveles de vinculación entre la sociedad y el estado, allí se estará trabajando en la verdadera reforma política. La representación formal tal lo establecen las leyes está en el sistema institucional vigente y no debe asustar a nadie que se lo tergiversen. Cuando la sociedad busca nuevas formas de participación, lo que está haciendo es mejorando el sistema democrático.

Antes de que comenzara la crisis de representación en la Argentina, cuando ejercía el cargo de concejal, presenté la propuesta de reducir a 22 el número de concejales en Rosario. Todavía nadie se había percatado de los días que vendrían y menos existía la ley denominada Borgonovo. Antes como ahora, estaba convencido de la gordura de los sistemas político-institucionales que permitían esconder muchas deficiencias. El mío nunca fue un mero análisis economicista, más allá de mi profesión de Licenciado en Economía, sino que era simplemente aplicar un poco de sentido común en un país que se quebraba a los ojos de cualquier mortal.

Si dos años más tarde de los encendidos días de diciembre del 2001 volvemos a pensar que nada ha pasado en la Argentina, que todo está bien y que debemos continuar arriba del Titanic escuchando la música que nos gusta, el esfuerzo de la sociedad por mejorar el sistema democrático habrá sido irremediablemente inútil.

(*) Ex concejal de Rosario

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