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domingo,
18 de
noviembre de
2007 |
Cuando la violencia afecta a todos
Las conductas violentas además del entrecruzamiento de factores sociales, históricos y personales son la expresión de un comportamiento aprendido y en ocasiones alentado por creencias y prácticas del sistema social. Desde tiempos remotos quienes las tienen pretenden avalarlas como respuesta a situaciones que consideran no satisfactorias a sus deseos, propósitos o intereses. Tal posicionamiento destruye vínculos y posibilidades de comunicación porque no considera al otro/a como alguien diferente.
Se ejerce maltrato sobre alguien considerado inferior o subordinado, es decir, la violencia funda su accionar en la subestimación, la descalificación del otro/a y en su discriminación.
La violencia en cualquier ámbito de la vida cotidiana se manifiesta en el acostumbramiento a los malos tratos de palabra. Las actitudes agresivas injurian a quienes las padecen que resultan lesionados en diferentes aspectos de su personalidad; pero resulta menos evidente que también lastima y deteriora a quien lo ejecuta. Los daños que causa en las personas y en las relaciones tienen graves consecuencias individuales como sociales en la salud, la educación, la justicia, la economía y el desarrollo integral de una comunidad. Cualquier manifestación violenta, aun la aparentemente más íntima que se lleva a cabo en el espacio privado, constituye un problema público con proyecciones sociales que a corto o largo plazo afectan a todos, en tanto los ámbitos público y privado se retroalimentan uno del otro.
Las personas que sufren maltrato emocional, psíquico o físico disminuyen su autoestima hasta serles muy difícil reaccionar sin ayuda externa. La situación se agrava en los casos en que el abuso es recibido por aquellos con quienes las víctimas están vinculadas afectivamente, lo que aumenta el dolor y la confusión. Este es el caso de la violencia doméstica en niños, mujeres o ancianos/as, ya que la ejercen aquellos que son responsables de proporcionarles respeto y cuidado.
Uno de los factores que influyen en esta problemática es la asignación inflexible de roles con cargas y privilegios diferentes para uno y otro sexo en el espacio doméstico. Dicho reparto desigual de trabajos y responsabilidades desequilibran e inhiben aspectos de la condición humana integral lo que genera un escenario violento para las relaciones dentro del hogar.
El mandato cultural basado en tareas consideradas femeninas o masculinas cierra las puertas a un desarrollo pleno de niñas y niños así como de mujeres y varones; genera seres incompletos y dependientes.
Pensar en la flexibilización de los papeles dentro del ámbito doméstico daría lugar a opciones enriquecedoras para el desarrollo individual de cada una /o más allá de la identidad sexual y sobre todo permitiría reconocer al otro/a sin encasillarlo en papeles predeterminados.
Estas situaciones en el ámbito privado —aunque no estén a la vista— genera una cadena de discriminación que afecta tanto a mujeres como a varones porque los despoja de espacios vitales integradores de la personalidad.
Shakespeare nos recuerda que estamos hechos de la sustancia con que se trenzan los sueños. Reconocer en el otro/a a alguien con deseos y necesidades semejantes a las que tenemos nosotros estimula una conciencia solidaria en aras de una comunidad más confortable. Por esta razón ayudar a quien lo necesita a salir de una situación de violencia constituye una actitud respaldada por la Constitución.
Denunciar y desarraigar diferentes formas de violencia en las relaciones es una tarea que nos alcanza a todos como miembros de una comunidad.
Si queremos construir un escenario social con seres humanos más felices y completos, ese escenario no puede convivir con prácticas o discursos que contengan alguna forma de violencia, discriminación o autoritarismo en nuestros mundos privados ni tampoco en los ámbitos laborales y públicos.
Cristina Cáceres Hanzich
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