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sábado,
10 de
noviembre de
2007 |
Opinión: “Lo escuché y quise más”
Mónica Gutiérrez
La primera vez que lo escuché me cruzó un hechizo y quise más. Lo conocí una nochecita en la Peña de la Sole y para entonces ya sabía sus temas de memoria. Primero llegaron sus músicos, con su trasiego de guitarras, legüeros y violines. Impecables, vestidos a la manera del gaucho salteño. Algo lindo estaba por ocurrir. El Chaqueño entró despacito con su sombrero de ala ancha bien plantado, bombacha clara y generosa rastra de cuero negro a la cintura y esa presencia suya que se impone. Aún cuando pretende moverse en el sigilo. La noche se llenó de vértigo y poesía. Una imparable seguidilla de chacareras y carnavales, zambas carperas, cuequitas y chamamés. Uno se moría de ganas de bailar, aunque no hubiera cómo ni con quien. Un viaje intenso y apasionado a lo más profundo de la tierra y sus sentimientos. Desde entonces lo escuché en muchos y muy diversos escenarios. Lo vi arropado por el calor de sus multitudes, deshaciéndose en canciones ante miles y también llenando de dulzores, con la misma pasión, a unos pocos en la intimidad de una siesta cafayateña. También lo descubrí haciéndole el aguante a su propia impaciencia por cantar más y más. Punteando temas perdidos con el viejo amigo reencontrado en la estrechez del camarín. Lo seguí encendido de orgullo recorriendo su Rancho El Ñato natal. Allá, en su Chaco escondido, en ese sitio extremo de la Argentina profunda y olvidada. Sencillo, agradecido, apasionado e irreverente. Celoso de lo suyo. Urgido por contar de la tierra y sus tradiciones. A su modo imperativo y dominante. Canta porque le gusta y se le nota. Y cuando más lo escucho, más me gusta. No soy su fan, soy su devota, es un impulso irracional y básico, lejos de cualquier certeza. Es, antes que todo, una cuestión de culto.
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