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 domingo, 23 de septiembre de 2007  
[Nota de tapa] - escrito en Rosario
Las letras ocultas de la ciudad fenicia
Eduardo D’Anna releva en “Capital de nada” casi dos siglos de producción literaria local. Una historia que vale la pena conocer

Osvaldo Aguirre / La Capital

Desde 1965, cuando empezó a dirigir la revista literaria “Parábola”, Eduardo D´Anna (Rosario, 1948) no ha interrumpido su actividad como escritor. En 1967 apareció su primer libro de poemas, “Muy muy que digamos” y al año siguiente integró el equipo de la revista El lagrimal trifurca. Casi diez años después, en 1977, coeditó la obra poética de Felipe Aldana, una de sus primeras investigaciones en la historia literaria de Rosario, un campo poco explorado hasta entonces. En esa línea se inscribió “La literatura de Rosario” (dos ediciones) y ahora “Capital de nada”, un reordenamiento de sus trabajos anteriores en el que pasa revista a dos siglos de producción literaria en la ciudad.

D´Anna, que entre otras obras realizó también la primera recopilación de la poesía de Irma Peirano, en 1982, recorre más de 500 autores y casi 2500 obras rosarinas. El corpus de “Capital de nada. Una historia literaria de Rosario” (Identydad) no es sólo notable por sus dimensiones, según advierte, sino por la extraña circunstancia de haber pasado casi desapercibido hasta una fecha relativamente reciente.

—¿Qué elementos nuevos propone esta versión de la historia literaria rosarina?

—La primera edición llegaba hasta 1970. Era una tentativa a los manotazos, había cosas que yo no entendía y que se fueron aclarando después. La segunda, hasta 1991, fue un poco apresurada. Ahora le di otra forma, la edición llega hasta el 2000 y desarrollé una cierta teoría para explicar una serie de problemas que yo había encontrado. Cuando abordás la literatura de Rosario hay una serie de cosas inexplicables. Por ejemplo, que no haya un canon, cuando aún las literaturas provincianas lo tienen.

—¿Qué sentido le das al canon?

—El de las obras que están santificadas por los aparatos ideológicos y que hay que tener en cuenta, para criticar o para alabar, las obras que se enseñan en las escuelas, que son conocidas y tienen un consenso. En Rosario no existe algo así. Mi teoría es que las identidades se gestaron provincialmente, no por ciudad. Además confundieron en su discurso la ciudad capital con la imagen de la provincia. Entonces toda ciudad que saliera de ese esquema, que tuviera una personalidad propia, diferente, no iba a encontrar legibilidad. Eso es lo que pasó con la literatura de Rosario. Los libros estaban, mucha gente se acordaba de ellos, pero no eran legibles.

—¿Cómo se plantea hoy esa situación?

—Está empezando a cambiar. En los últimos años empezaron a surgir más que nada manifestaciones que no venían de la Academia sino del periodismo. Podríamos ver como emblemático lo que pasó con “Prostitución y rufianismo”. Siempre marco que (Rafael) Ielpi y (Héctor N.) Zinni lo habían titulado “La historia de Pichincha”, y la gente de la editorial Encuadre, o sea Juan Carlos Martini, dejó esa frase como subtítulo. Interesaba más la prostitución y el rufianismo que Pichincha. Se pensaba que el libro iba a vender más por ese tema que porque fuera la historia de un barrio de Rosario. Y hoy las reediciones tienen cada vez más grande el subtítulo, porque es realmente la historia de Pichincha. La situación fue cambiando porque ya no existen centros jerarquizados. Para un escritor no hay una gran diferencia entre vivir en Rosario o vivir en Buenos Aires. Antes se suponía que un escritor de Rosario podía encontrar en Buenos Aires los contactos, las relaciones, las posibilidades de publicación. Lo emblemático son los que no se fueron y siguieron siendo escritores: el Negro Fontanarrosa, Angélica Gorodischer, Jorge Riestra, que es un poco el pionero en esto.

—¿Cómo empezó tu investigación? En el prólogo del libro citás al periodista Víctor Sabato.

—Sí, bueno, Rosario es una ciudad aluvional, donde la mitad de la gente se va afuera y la otra mitad viene de afuera. Pero no hay una tradición. Lo que yo tenía era que mi vieja, María Celia Morcillo, estaba ligada al movimiento literario de Rosario, era artista plástica y discípula de Ángel Guido. Mis viejos eran amigos de Aurora Bogú, yo sabía quién era Irma Peirano, en casa había libros. Por ejemplo la antología de poetas rosarinos de Ecio Rossi (1937). “¿Y estos tipos dónde están? —me preguntaba— ¿Por qué no se enseñan en la escuela, por qué no aparecen en ningún lado?” Más tarde, cuando sacamos El lagrimal trifurca, nos hicimos amigos con Víctor Sabato en torno al tema de Juan L. Ortiz. Se dio un frecuentamiento, y Víctor nos hablaba de su vida literaria de joven, de Felipe Aldana, de Arturo Fruttero, de las reuniones en Amigos del Arte. Sabato fue quien nos contó que en Rosario había un poeta que se llamaba Felipe Aldana. Si bien Sammy Wolpin lo había alcanzado a conocer, porque en sus últimos años Aldana iba a la librería donde él trabajaba, la librería Aries, de Rubén Sevlever. En El lagrimal sacamos “El poema materialista”, pero no por rosarinismo sino porque nos pareció absolutamente actual. No sé quién conocía a uno de los hermanos de Aldana, nos pasaron los papeles y Elvio (Gandolfo) y yo hicimos la edición de su obra poética. Pero también sin una idea muy programática del asunto. Después surgió la posibilidad de reunir la obra de Irma Peirano, porque había una señora que había sido profesora y amiga de Irma Peirano y tenía sus papeles. Me pasaron una bolsa de plástico con esos papeles, y uno tenía que arreglárselas. El libro lo publicó Gary Vila Ortiz en la Dirección de Cultura. Después conseguí una revista de Santa Fe que tenía un fichero bibliográfico, que relevaba las bibliotecas de Santa Fe. Entonces veo a un tal Juan Bautista Arengo, “Prosas y versos”, 458 páginas, año 1889. “¿Y este tipo de dónde salió?”, me dije. Pero no podía conseguir el libro.

—¿Cómo siguió la búsqueda?

—Ya con la democracia, Jorge Riestra me pide que arme un ciclo en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia, que él dirigía. Yo tenía retazos, unos pocos nombres, pero le propuse hacer una historia de la literatura de Rosario. Comencé con los poetas del siglo XIX, con Pedro Tuella, un caso conocido, nuestro primer poeta, y poco más. Y viene Wladimir Mikielevich, seguramente para escuchar las macanas que yo decía. Pero le gustó porque confesé mi ignorancia, nos pusimos a hablar y me dijo que tenía el libro de Arengo. “¿Y leyó a Celestina Funes? Le voy a fotocopiar unos poemas”, me dice. Entonces un día voy a la casa a las 10 de la mañana, estaba el viejo tomando vino Toro blanco: “¿Quiere?”, dice (risas). Me acompañó a la fotocopiadora, e hicimos copia de todo. Después fui a la Biblioteca Argentina, cuando todavía se podían ver los periódicos del siglo XIX. Los copié a mano y preparé lo que fue el primer tomo. Pero yo recién me acercaba al asunto. No era cuestión solamente de encontrar los textos.

—¿Qué otras cuestiones te planteabas?

—Primero aparece un poeta en 1801 y hasta después de Caseros no hay nada. Después hay una ciudad que es ultracosmopolita, donde cualquiera consigue en Europa el libro que quiere porque el barco se lo trae. Aparecen algunos nombres, y ya en el siglo XX hay cinco, diez libros por año. Ahí empiezan cosas que no me podía explicar. Las referencias de Rosario eran muy escuetas. Digamos, el romanticismo, cuando aparece en el Río de la Plata, empieza a referenciar el paisaje propio. En Rosario no cumple ese papel, nadie habla de la ciudad. Tampoco había nada de los naturalistas, que en Buenos Aires hablan de la transformación de la aldea. Esta era una ciudad grande, ¿qué pasaba? Entonces surgió la necesidad de dar una explicación teórica de esa y otras cuestiones.

—¿Cómo circunscribís la literatura de Rosario?

—Es todo un problema. Evidentemente no es escritor rosarino solamente el que nació en Rosario. Tiene que ser alguien que se arraigue de algún modo en la ciudad. Hay que verlo en cada caso concreto, no hay reglas fijas. La mayoría no nació en Rosario. También hay tipos de Rosario que se van. Por ejemplo, yo trato a Beatriz Guido en su etapa rosarina. No me ocupo de sus libros posteriores. Roger Pla, aunque todas sus novelas están ambientadas en Buenos Aires, estaba muy ligado con la gente de Rosario y curiosamente después de muerto aparece una nouvelle, “Los atributos”, que tiene como protagonista al Paisano Díaz. Lilian Neuman vive en Barcelona, pero su novela (“Levantar ciudades”) está ambientada en Rosario, tiene que ver con su padre en Rosario. En cambio, “Los misterios de Rosario”, de César Aira, plantea una mirada de afuera.

—Al describir los distintos movimientos utilizás términos divulgados por la crítica y también inventás tus propias categorías.

—Yo me guié por las necesidades de los escritores. No escribí tanto como crítico. Está claro que las corrientes son inventos, construcciones para orientarse. Me basé en las viejas delimitaciones tradicionales, por supuesto sin ignorar las polémicas en torno a lo que se entiende por romanticismo o por modernismo, que por otra parte no está realmente definido en la crítica. Descubrí que después de los años 50, la crítica dimitió de su tarea de establecer las nuevas corrientes. Los últimos son lo que algunos llaman la segunda vanguardia, y yo lo denomino la poesía demiúrgica. César Fernández Moreno y Noé Jitrik intentan otras denominaciones, pero no hay un crítico que organice el conjunto como hubiera hecho, digamos, Ricardo Rojas. Entonces empecé a inventar nombres. Supongo que esta es la parte de la que dentro de veinte años se van a revolcar de risa. No de los nombres sino de las delimitaciones. Estoy bastante seguro de la demiurgia como corriente, pero también están el cotidianismo, el textismo, por ejemplo. Creo que lo honesto es que el autor, el crítico, tire esas proposiciones y que después se aguante que las modifiquen.

—¿Cuáles son los mejores momentos de la historia literaria de Rosario?

—Como escritor me hizo mucho bien descubrir un texto que con 80, 90 años, está vivo, en Rosario. Yo lo leía por mi cuenta, sin la mediación de la crítica, y me daba cuenta que estaba vivo. Yo lo vi con Aldana, cuando dejó de ser el berretín de un grupo, de una revista, y había jóvenes que pintaban las paredes con sus versos. De todas maneras para mí Aldana era casi un contemporáneo. Pero me encontré con otros escritores anteriores, de principios del siglo XX, que están vivos. Así como hay otros a los que menciono por su interés histórico, pero nada más.

—¿Por qué conservan su vigencia esos textos?

—Por su calidad, por su capacidad de atravesar el tiempo. Lo que nos habían dicho que pasaba con la literatura, pero nosotros no lo habíamos podido ver para nosotros mismos. Creíamos que eso pasaba en París, en Londres, en Roma, pero no en Rosario. ¿Cómo alguien iba a pasar a la eternidad en Rosario? Era la actitud del tipo colonizado, la del que se siente en una ciudad de segunda.
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