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 domingo, 09 de septiembre de 2007  
[lecturas]
Un viaje delirante al antiguo Egipto

Irina Garbatzky

NovelaLa hija de Kheops, de Alberto Laiseca. Tusquets, Barcelona, 2006, 313 páginas, $ 45.

¿Cómo se puede escribir hoy una novela sobre Egipto? Sólo a partir de redefinir la pregunta acerca de cómo seguir inventando historias donde todo ya parece haber sido contado. “La hija de Kheops”, de Alberto Laiseca, publicada en nuestro país en 1989 y reeditada en España recientemente, es una historia escrita en clave de aventuras en donde la imaginación de un pasado frenético en la vida de los faraones, se desenvuelve con todos los recursos que utilizan los escritores para la creación de un verosímil.

Al leer, deberemos saber que sus personajes principales fueron protagonistas históricos: Tofis, el arquitecto que planifica meticulosamente la construcción; Cetes, el mago que vaticina mediante horóscopos la necesidad de construir la Gran Pirámide, seguido por el mismo Kheops y toda la familia real. Laiseca, sin embargo, no deja de hacer sus acotaciones, que funcionan como marcas, notas curiosas que en la narración recuerdan que lo que se está contando es una locura, o mejor, que su estilo es el de un “realismo delirante”: “El delirio —dice el autor—, no el patológico que no me interesa, sino el delirio creador, sirve también como la paradoja para ver a la realidad en la cuerda floja (...) la literatura se transforma en microscopios o en grandes telescopios. El delirio construye, distorsiona, no aleja de la realidad: sirve para verla mejor y ése es mi método de realismo delirante”.

De esta manera, para crear en el texto un símil del Antiguo Egipto no bastaría con mencionar la utilización de las joyas que decoraban la vida de ultratumba sino, y ante todo, acercarse a un problema mayor, como el del asedio de los mosquitos, en un lugar donde la cuenca del Nilo es el elemento natural determinante. La distribución de repelentes entre la población recorre casi todas las discusiones de los personajes, sobre todo en lo concerniente a las necesidades de los obreros que trabajarían en la Pirámide. Otro detalle del tiempo faraónico, fundamental en la novela, es la abundancia de cerveza, que en el reinado de Kheops reemplazó al vino y se transformó en bebida real.

Es así como la narración de Laiseca utiliza la amplificación como forma de crear realidad y de, al mismo tiempo, llevarla al absurdo. Se parte de la exageración del detalle histórico para articular un relato posible. Por ejemplo, siguiendo los escritos de Heródoto, el Faraón había hecho prostituir a su hija para recolectar fondos para el templo. Laiseca refuta esa versión y aclara que la princesa sólo llevaba a cabo la “prostitución sagrada”, y es así como el personaje de Hentsen, la hija de Kheops, es el de una jovencita que apetece tener varias relaciones sexuales al mismo tiempo. Pero en verdad, señala el autor, en el mundo de Kheops, todos lo hacen.

El clima de los años de construcción de la Gran Pirámide es el de una fiesta, el de un jolgorio. Cetes y Tofis planifican, reflexionan y discuten todas las noches con un jarro de cerveza mediante y esclavas desnudas a su alrededor (“Teníamos allí, naturalmente, cinco Nilos de cerveza. Jolgorio, jolgorio: qué hermoso es estar vivo, comer saladitos y tomar cerveza con los amigos. Adoro ser egipcio”). El reinado de Kheops se transforma en una gran constructora, con múltiples escuelas donde se enseña a cortar diorita y menesteres similares y con una logística perfecta para el trabajo en las pirámides, acarreo de piedras y demás: una suerte de empresa formidable que parece exceder todo fundamento de la razón.

Laiseca, un escritor excéntrico de la narrativa argentina, autor de una novela de más de 1500 páginas (“Los Soria”) y narrador de cuentos de terror en un ciclo del canal I-Sat, hace que la lectura de “La hija de Kheops” transcurra entre el humor absurdo y las permanentes interrupciones, sus comentarios o, como él llama, “chistecitos”: comparaciones con el mundo actual (“Sin embargo dijo, con rostro de Escriba sentado del museo del Louvre”, “A veces exhibía orgulloso su miembro, mientras ella se lo miraba como una voluntaria esclava de Hitler”) o aclaraciones (“Hoy nos parecería horrible que un varón desflorara a una chiquilla respecto de la cual lo separa una diferencia de más de treinta años, pero aquellas mujeres y aquellos hombres se guiaban por otros códigos”).

El delirio abunda en todos los niveles, desde la obsesión puesta en la planificación de un proyecto colosal hasta en las expresiones mínimas, alegremente “argentinas”, que salen de las bocas de los egipcios, como: “¡Qué guacho! Qué... hijo de puta sos. Pero está bien. Igual te amo. Puto”.


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