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domingo,
24 de
junio de
2007 |
[Primera persona]
Los trabajos de la memoria
Héctor Schmucler advierte contra las evocaciones que llevan al olvido y propone estimular las miradas que releven el sentido y el origen de los hechos del pasado
Osvaldo Aguirre / La Capital
Aunque los problemas de la memoria colectiva son todavía un objeto de indagación reciente, Héctor Schmucler se anima a señalar un momento clave en su desarrollo: “Con el secuestro de Eichmann en Argentina y su juicio, empieza la memoria no sólo como reconstrucción de historia sino como obligación moral de recordar: hablar de los hechos no como historiador sino para evocar algo monstruoso que no debe repetirse”, dice.
Profesor emérito de Universidad Nacional de Córdoba, donde coordina un Programa de Estudios de la Memoria, y con una destacada trayectoria en el campo de la comunicación, Schmucler participó en el ciclo “Diálogos de nuestro tiempo”, que organiza el Museo de la Memoria. En la historia de la problemática, agrega, los juicios a los jerarcas nazis, la legislación internacional sobre crímenes de lesa humanidad y la palabra genocidio son “los elementos que propician la memoria, que tiene como sentido no sólo contar y averiguar cómo fueron las cosas sino marcar un lugar del que no debería haber retroceso”.
—En Argentina también se afirmó ese “Nunca más”.
—El juicio a las Juntas Militares marcó un acontecimiento importante vinculado a la dictadura y también rompió una tradición: en América latina nunca se juzgó a nadie. Fue decir “acá hubo un crimen”, y señalar al Estado como responsable de un plan estatal de aniquilación. Por eso se condena a los militares: por el acto criminal que cometieron. El juicio es una marca, así empieza a recordarse, repitiendo el Nunca más.
—A fines de los 70, publicó un artículo en la revista mexicana Controversia donde se planteaba una discusión sobre cuestiones que hoy son de la memoria. ¿Cómo se generó ese primer debate?
—Escribí ese artículo cuando empecé a conocer gente que salía de los centros clandestinos de detención. Sabíamos algo en México, pero entonces se ilumina otra zona que obliga a pensar las condiciones en que se produce la criminalidad estatal. Ya en aquel momento no sólo se trataba de narrar los hechos de las acciones militares y de la guerrilla sino de empezar a pensar, para que no se repitieran los sucesos: ¿Cómo fue posible lo que pasó? Esta es la pregunta que me atraviesa desde hace 30 años.
-¿Cómo reaccionaron ante los relatos de los sobrevivientes? ¿Es cierto que eran recibidos con desconfianza?
—Un grupo de los que estábamos en México, que habíamos tenido un compromiso militante, teníamos una mirada muy crítica de la acción y del pensamiento de las organizaciones armadas en la Argentina. Nosotros también habíamos participado en ese mundo de los 70, en ese “clima revolucionario”, para llamarlo de alguna manera, y por distintas razones lo mirábamos críticamente. Queríamos pensar cuáles fueron las condiciones para que la represión fuera tan eficaz, pensar sobre qué terreno trabajó la represión. Por estos criterios, a los sobrevivientes que empezaban a llegar los escuchábamos con otros oídos. Personalmente yo me dediqué a eso por razones muy íntimas, y tuve una escucha abierta, no sospechosa. Por la naturaleza misma de las organizaciones armadas, nadie podía sobrevivir. Todo sobreviviente era un traidor. Una anécdota puede pintar esto. Al llegar a España, una sobreviviente se encuentra en una estación de metro con un dirigente montonero; este dirigente la ve, se sorprende y dice esta frase, muy significativa: “me alegro de verte, pero en realidad más me alegraría de no verte”. Como si le dijera “vos tendrías que haber muerto: es sospechoso que estés viva”. Por otra parte, en la transición a la democracia hubo un viraje significativo de las Madres de Plaza de Mayo, de Hebe Bonafini, cuando pasaron de la consigna de aparición con vida a la reivindicación de las ideas de los hijos. La maldad de los victimarios empieza a oponerse a la bondad de las víctimas; la maldad de los victimarios no quedaba en duda, pero la bondad de las víctimas era un tema de discusión: no era la opinión de la mayoría del país,. No en vano, y este dato es importante para la memoria, el 24 de marzo de 1976 no tuvo ninguna resistencia.
—Hay una memoria de relatos heroicos y otra de visión crítica, que debate lo que ocurrió. ¿Cómo ve esa oposición?
—Lo que va creciendo, y ahí hay un elemento nuevo con la presidencia de Kirchner, es una especie de reivindicación de la generación del 70 y una asunción confusa de los ideales del 70. Se habla de los ideales del 70, del heroísmo, de la generosidad, cosas que no están en duda; pero se habla mucho menos de la acción armada. Hoy esta es la idea que estatalmente se pone como memoria real: los ideales del 70 y los enemigos que cometieron todos sus actos criminales y represivos. En estos últimos años han aparecido memorias que son riesgosas, porque rápidamente pueden llevar al olvido. Hay memorias que tenemos que alentar y estimular permanentemente: para que así sea debemos indagar en una memoria que dé cuenta de por qué ciertos hechos se producen y qué significan. Si se sigue insistiendo, por ejemplo, en que hay 30 mil desaparecidios y no hay ningún dato real para demostrarlo, cuando alguien diga “lo que nos consta es que hubo 12 mil, o 15 mil” puede ocurrir, como ha ocurrido tantas veces en la historia, que otro diga “ah, entonces no fue tan grave”. La memoria tendría que trabajar para decir: “es tremendo que haya un solo desaparecido”. Lo criminal de la desaparición es la negación de morir, que es la forma más perversa y más inhumana de negar la vida. Pero no es de esto de lo que más se habla, para mí lamentablemente.
—¿Cómo funcionó la lógica guerrera de las organizaciones armadas respecto del aparato represivo de los militares?
—La guerrilla estaba derrotada antes de la derrota concreta, infligida por las fuerzas armadas. La exigencia de heroísmo a cada militante era insostenible. No se puede pedir a todos que sean héroes. Y donde ser héroe significaba que había que morir. La única perspectiva que tenían los militantes guerrilleros en la Argentina era cuándo y cómo morir. Sabían que su destino era morir y llevaban la pastilla de cianuro permanentemente en la boca, porque la indicación era “si va a caer, hay que morir”. Y morir para no correr el riesgo de delatar. Es decir, el militante no sólo tenía que morir, sino que debía morir por un acto de desconfianza en sí mismo. Estaba siempre potencialmente muerto y se moría porque podía delatar. Había una debilidad moral en las organizaciones armadas, porque se veía que todo aquello que había sido mostrado como una gesta maravillosa tenía muchas fallas y no funcionaba como podía imaginarse. Esa rigidez, esta incapacidad de comprender al militante como un ser humano con todas sus características, facilita la represión, porque las caídas son contundentes. Como las conducciones de las organizaciones guerrilleras sabían que la delación era peligrosísima impusieron la muerte. Y la muerte no es gratuita, no se puede vivir en clima de muerte. La instrumentalidad del individuo para la organización hace que no haya ninguna consideración por su intimidad, por su afectividad, por su existencia como ser humano.
—¿Qué respuestas ha encontrado a los interrogantes que lo movilizan?
—Por el momento siguen las preguntas. Puedo señalar qué quiero decir con esas preguntas. Contra cierta imagen que se ha ido creando en el país, de la cual participa a veces la gente más joven, las cosas no empezaron el 24 de marzo de 1976. Para que los militares hicieran lo que hicieron había condiciones previas. En Argentina se ha torturado desde siempre. La imagen del ejército siempre ha sido muy prestigiosa. Cuando Perón vuelve lo primero que hace es ponerse el uniforme militar. El ejército era la reserva de la patria, no evocaba algo malo en el imaginario colectivo. Todo eso va constituyendo un pensamiento que luego hace admisibles ciertas acciones como fueron las de la dictadura.
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Definición. "La exigencia de heroismo a los militantes era insostenible", dice Schmucler.
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