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 domingo, 11 de marzo de 2007  
Bella luz de la noche
Un fragmento de uno de los relatos de la obra que publica este mes Alfaguara

—Lucifer, así se va a llamar. Bella luz de la noche, Malito. Sí, Malito se va a llamar...

Silvita habla como si escupiera las palabras. Masticando rencor con cada sílaba. Tiene el cabello teñido de violeta. Corto, bien arreglado. Si no fuera por los ojos enrojecidos, la piel pálida, los moretones en los brazos, la delgadez extrema, daría el tipo de esas colegialas que concurren a las escuelas privadas de Barrio Norte, cerca de mi consultorio. Su nariz levemente respingada le da un toque francés. Se parece a la actriz de la película Amelie pero más pequeña, mucho más pequeña. A pesar de su aspecto, brilla cuando sonríe.

La celadora la observa espantada. A diferencia de la chica, ella es cuadrada y maciza como una heladera. Se levanta y descorre las cortinas del cuarto. Por primera vez reparo en sus zapatos acordonados que parecen recién lustrados.

—Así se ve mejor —dice, y se queda parada al lado del ventanal, en actitud vigilante. Detrás de los cristales se destacan las rejas y, más atrás, es posible adivinar el cielo limpio del mediodía.— Le quedan diez minutos, doctor —me apura—.

El rumbo que tomó la charla la irrita. Lleva el pelo recogido en la nuca, bien tirante y en su cara de sargento se destaca un desagradable lunar junto a la nariz. Imagino que superaría con facilidad el casting para encontrar a la celadora modelo.

Silvita vuelve a ser el centro de mi atención. Se incorpora de golpe y hace caer la silla que ocupó durante la hora y media que duró el test de evaluación psicológica que me ordenó hacerle el juez de menores. Me mira desafiante, parece intuir una agresión en cada gesto que se hace a su alrededor. Acaba de cumplir quince años y está furiosa. Todo porque le pregunté por su embarazo.

—¿Te da miedo, cagón? ¡A mí qué mierda me importa! Es mi hijo, ¿entendés? ¡Es mi hijo! ¡Va a nacer y le voy a poner el nombre que se me cante el culo!

Silvita grita histérica. Trato de decirle que ella tiene derecho a hacer lo que quiera y que los nombres son apenas etiquetas que heredamos. No sé por qué pienso en Romeo intentando arrancarse el apellido que le impedía el amor. Silvita grita más fuerte. Qué absurdo traer a Shakespeare a esta habitación de internado. ¿Absurdo? Ahora ella suelta las compuertas del llanto y por primera vez parece lo que es: una niña desvalida. Quiero calmarla, hasta abrazarla con palabras quiero, pero de inmediato comprendo que toda la psiquiatría del mundo se derrite como hielo al sol ante su desamparo. Ahora chilla como si la estuviesen por matar.

—¡Si no me dejan tener a mi bebé, me mato!

Grita y grita sin parar hasta que la celadora gorda se decide a intervenir y la desparrama por el suelo con una rotunda bofetada. Presiento que esperaba este desenlace.

—La panza no, la panza no... —gime Silvita sentada en el piso. Con las dos manos se agarra la barriga chata. Su declarado embarazo parece por ahora el producto de alguna de sus alucinaciones.

No sé por cuál de las infinitas variantes de mi cobardía quedo clavado a la silla que me sostiene. La gorda ni me mira, se acomoda el delantal y presiona un timbre que está junto a la puerta. El Instituto Virgen de Itatí es un establecimiento semiabierto, destinado a menores delincuentes. Es menos hostil que la Brigada, pero el trato con los internos no siempre es el más adecuado. Según el informe del juzgado que me encargó las pericias, desde que tenía doce años Silvita se escapó cuatro veces de institutos similares.

—Acá te queremos ayudar... pero vos no querés... vos no querés, pendeja. Sos una burra... un animalito que no quiere entender —la celadora parece más triste que enojada—. Habla como una tía aburrida de las travesuras reiteradas de su sobrina preferida.

La chica no dice nada, sólo se revuelve por el piso tomándose la panza. Cuando otras dos preceptoras se la llevan a su cuarto parece una muñeca rota. Los brazos le cuelgan y arrastra las piernas mientras la trasladan. La sigo. Pido permiso para observarla por la ventanita de la habitación. Durante varias horas se quedará en el lugar donde la depositaron. Acostada boca arriba, con los ojos abiertos. Imagino que vuelven a pasar por su cabeza las memorias dulces, cuando sus padres vivían todavía y la cuidaban, y sus peores salvajadas. Tal vez no piensa en nada.

Amalia Costa la besaba en la nariz. Eso le daba mucha cosquilla. A Silvita no le gustaba reírse porque sí. “No, Mamalia, no me hagas eso, no me lo hagas”, decía como preámbulo innecesario al regocijo que le ocasionaba el mimo de su madre.Esperaba ese beso con ansiedad. Era el beso de dormir. El beso que borraba los contornos sórdidos de la casilla que habitaban en el corazón de Villa Casale.

Mamalia, como la llamaba Silvita, había nacido en Asunción del Paraguay y se vino a Buenos Aires en busca de trabajo en plena euforia económica, a principios de los noventa. Argentina entonces era el Primer Mundo y un peso era un dólar aunque no lo tuvieras.

La mamá de Silvita trabajó de empleada doméstica hasta romperse los riñones. Después se embarazó. Su pareja,Benjamín Luna, un cordobés cantante de cumbia y adicto a cuanta sustancia ilegal le pasara cerca, le terminó contagiando el virus del sida. En pocos años pasaron de las noches de fiesta a las madrugadas de dolor. Murieron casi al mismo tiempo, cruzándose reproches. “Nunca confíes en nadie. Nunca le creas a un hombre, porque siempre te terminan cagando”, le repetía Mamalia. Silvita tiene que hacer un esfuerzo para recordarlos juntos y alegres. En el cajón de la mesa conserva una foto donde están los tres en el zoológico de Palermo. La madre tiene un pañuelo en la cabeza y el padre una campera marrón de corderoy. Silvia está entre los dos, tomada de sus manos. Todos sonríen.

Cuando sus padres murieron tenía apenas seis años y quedó al cuidado del único pariente que le quedaba vivo: el tío Hugo, un buen tipo, conductor de un camión de recolección de residuos. “Tengo un puesto importante —se vanagloriaba—. Yo no levanto la mugre, yo manejo la mugre, la administro.” Durante un tiempo fueron un remedo de familia. Dos soledades que se cruzaban de noche ante un plato de sopa, y por la mañana ante el mate cocido del desayuno.

Silvita creció en la calle. Su escuela fueron los pasillos de la villa. Sus maestros, los atorrantes del boliche de Paco:ladrones, merqueros, narcos, cafishos y travestis. Sus amigos de infancia fueron los pibes chorros del barrio, los rateritos. Cuando el hermano de su madre murió en un accidente, Silvita había cumplido los doce pero su vida acumulaba más frustraciones que la de una prostituta a los sesenta.


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