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domingo,
07 de
enero de
2007 |
lecturas
Sobre las fórmulas
Jorge Carrión
Novela. El mar, de John Banville. Anagarama, Barcelona, 2006, 219 páginas, $ 54.
Toda una decepción la última y celebrada novela de John Banville (Wexford, Irlanda, 1945), que mereció el premio Man Booker del año pasado, tal vez porque las informaciones que habían llegado sobre ella eran elogiosas, cuando no hiperbólicas. "El mar" es una narración efectiva y efectista, con momentos de alta literatura y un cuarto final tan intenso como, al cabo, tramposo.
La novela reproduce las divagaciones y las evocaciones de un diletante llamado Max Morden. El concepto de "diletante" es fundamental para entender la voz que propone Banville: "que practica una ciencia o un arte sin tener capacidad ni conocimientos suficientes" (RAE). Aunque ha estudiado historia del arte, el protagonista y narrador nunca ha llegado a un nivel intelectual que le haya permitido dedicarse profesionalmente a su pasión; tiene apuntes para un libro sobre Bonnard que nunca va a concluir, sobre todo porque es consciente de que no hay ni una sola idea original en su percepción de la obra del pintor. Seguramente, tampoco en el amor (su esposa, Anna, acaba de fallecer) ni en la paternidad (su hija habrá de actuar como madre de su huérfano padre) ha llegado a saber lo suficiente. Y entonces se retira a un pueblo costero, donde pasaba los veranos de la infancia, para destilar su dolor de viudo y para escribir algo que podría ser lo que estamos leyendo.
Como los versos de Whitman, de longitud y ritmos variables como olas, el relato urdido por Banville es una marea, un encabalgamiento de líneas y párrafos que se mueven, con magistral armonía, entre el presente y el pasado. Ese vaivén es el aspecto más destacable de la obra, cuyo título es a un tiempo referencial (la proximidad del mar y su carácter destructivo son clave) como metaliterario (estamos ante una novela-mar, en la línea de Proust y sus hipotaxis del recuerdo).
En el presente, Morden es un perdedor, un alcohólico, un hombre que ha vivido durante décadas del dinero de su mujer y que ahora no sabe qué hacer con su vida. En el pasado, en aquel verano de descubrimiento de la sexualidad y del lujo de la mano de la adinerada familia Grace, el niño Morden prefiguraba su destino, arrimándose a los buenos, explotando su físico, haciendo lo que Chloe y su madre Connie esperaban de él.
Quizás sea en la página 162 donde comienza el largo clímax de la novela: "Cree que hablar de su familia despierta en mí recuerdos dolorosos .... Quizá estoy aprendiendo a vivir otra vez entre los vivos. Practicando, quiero decir. Pero no, no es eso. Estar aquí no es más que una manera de no estar en otra parte". A partir de ese momento, Morden retrata algunos momentos de su niñez en hoteles, tras ser abandonado por su padre, y el alcoholismo de su madre, y confiesa sentir vergüenza de sus orígenes. El estigma de clase y su orfandad crónica están en la base de su ulterior desarrollo como persona y de sus enamoramientos infantiles de aquel verano. Porque el niño se enamoró consecutivamente de la madre y de la hija: de su sofisticación, de su unidad familiar, de su poder. El niño espió y descubrió el secreto de los Grace, aunque no supo en aquel momento interpretarlo.
Aunque Banville aluda irónicamente a que no va a poder evitar los mecanismos del melodrama en el final de su relato, lo cierto es que el desenlace hipnotiza al mismo tiempo que provoca rechazo. Hay un suicidio doble, hay un caso de amor homosexual, hay un encuentro en el presente entre dos personas de aquel pasado y hay, sobre todo, una explicación de todo lo que ocurrió, una explicación innecesaria, que niega la participación del lector en el material que está leyendo, que da una versión de los hechos más propio de la novela decimonónica, con su lector pasivo, que de la del siglo XXI, que sólo debería entender al lector como un ente que participa y recrea.
Eso nos lleva a un problema de fondo. Está claro que "El mar" se ubica en la tradición del Modernism, con su obsesión por los meandros de la memoria y su retórica realista. Me ha recordado a "Sábado" (2005) de Ian McEwan, por su control absoluto del fraseo y sobre todo por su calculadísima dosificación de momentos climáticos que anuncian el gran clímax final. Todo eso está más o menos tipificado, son fórmulas que ellos dos manejan con maestría, pero no sé si en nuestro siglo XXI pueden conducir al fondo de lo ignoto para encontrar lo nuevo.
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Premiado. John Banville.
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