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domingo,
07 de
enero de
2007 |
Personalidad: ¿herencia o crianza
"¿Cómo puede ser que nuestros hijos sean tan distintos si los criamos de la misma manera?" Estos comentarios se suelen oír con frecuencia en distintas conversaciones y también en las consultas con padres. Esto no es casual. Estudiosos de la socialización transmitieron, basados en sus investigaciones, que las diferencias en el carácter y la manera de ser de los hijos dependen en gran medida de los estilos educativos de los padres o tutores (su manera de criarlos es la que determina la personalidad de los hijos), y como consecuencia de esto, que la educación influye muchísimo más que las predisposiciones hereditarias.
Sostener rígidamente estas creencias trajo algunos inconvenientes. Por ejemplo, entre los mitos respecto del autismo, se incluyó y más de una vez se sostiene, que los padres son fríos y por eso los chicos son poco sociables, como también, que se trataría de una reacción de los niños hacia sus padres.
Otros tantos científicos se prohibieron a sí mismos pensar en la posibilidad de que al menos una parte de los rasgos de la personalidad pudiesen transmitirse de una generación a la siguiente, en una buena parte por vía de la herencia, evitando pensar el desarrollo individual como un juego recíproco y dinámico entre predisposición y educación.
La simple idea de que el ser humano no sea una hoja en blanco a ser llenada cuando nace, sino que venga al mundo dotado de ciertas y fuertes predisposiciones, es considerada por muchas personas como un disparate. De todas maneras, el punto de vista totalmente opuesto, o sea que todo es genético y bioquímico, y por tanto, no puede ser alterado, es un error.
Un juego recíproco
Los biólogos entregados a trazar el mapa genético humano dicen que nuestras características son fijas, que somos prisioneros de nuestros genes y de las sustancias químicas en contacto con nuestros cerebros, y que si no es mediante poderosas drogas, la ingeniería genética o la cirugía cerebral, nada puede cambiar.
En principio parece que todas las personas criadas en un mismo medio debieran evolucionar en igual sentido. La personalidad de los hermanos, por ejemplo, que crecen en el seno de una misma familia, debería ajustarse a una línea determinada por el hecho de vivir en un ambiente compartido. En realidad no ocurre así. De hecho, al cabo de varios años de criarse juntos, sus personalidades siguen siendo tan diferentes como las de dos personas elegidas al azar entre la multitud.
Hagan lo que hagan los padres o cuidadores en cuanto a medidas pedagógicas e inculcar principios, muchas veces cae en saco roto. Por lo visto predomina la inexplicable originalidad social y emocional de cada persona.
La realidad propia
Es el niño (en un papel activo) quien motiva en los padres determinadas actitudes, como enojos, atenciones o sobreprotección, creando así su propia realidad. El desarrollo individual es un juego recíproco y dinámico entre predisposición y educación. Parecería que el niño amistoso y emocionalmente estable invita a ser tratado por parte de los padres en una tónica armoniosa y benévola que aquel que es más inestable o quejoso.
Señalar las diferencias hereditarias es juzgado como antihumanista, porque implica la posibilidad de que las desigualdades sociales obedezcan a un fundamento biológico. Es más consolador creer en la posibilidad humana de cambio sin límites, ilusión que encaja mejor con la expectativa de un futuro paraíso social igualitario.
¿Será entonces que los padres tendrán que admitir que apenas tienen un papel secundario en la formación de la personalidad de los hijos? En este sentido los descubrimientos recientes aportan un alivio por cuanto rebajan el alcance de esa responsabilidad. Sin embargo, esto no los salva del todo.
Hogar, dulce hogar
Evidentemente hay muchas experiencias de la crianza que configuran el carácter, por lo menos en la misma medida que los genes. Pero se trata de vivencias personales, pequeñas e idiosincráticas que cada persona vive por sí misma, que difícilmente aparecerán en las estadísticas, porque se dispersan democráticamente a través de todas las clases y categorías sociales. El "hogar dulce hogar" no es como una paleta de un solo color en donde todos los niños saldrán teñidos idénticamente, sino más bien como un mundo que reúne muchas microculturas.
¿Esto significa que la psicoterapia no puede entonces hacer nada respecto de promover cambios en la personalidad? Seguramente que sí, y mucho, pero no en todos los casos a una reestructuración total y absoluta de la personalidad. Podemos aspirar a flexibilizar lo que somos y procesar la experiencia del vivir de un modo diferente, siempre dentro de nuestros propios límites.
El amigo íntimo de los años de la escuela, el maestro idealizado durante la primera pubertad o incluso la serie televisiva devorada con pasión durante la infancia, quizás marcarán nuestro yo con una fuerza más duradera que otros factores inmediatos como la familia o la extracción social. Y, además, todas esas influencias actúan a través de un filtro que se combina por muy complicados itinerarios, con la dotación genética y la irrepetible biografía de la persona.
Otro detalle importante a tener en cuenta es que la influencia de la herencia aumenta conforme avanzamos en edad. Desde un punto de vista ingenuo, podríamos pensar lo contrario, es decir que el humano cuando nace se halla sometido al dictado de sus disposiciones genéticas y que luego con los años, predomina la influencia del mundo que le rodea. Sin embargo, numerosos estudios demostrarían que no es tan así.
Alejandro Litmanovich
Psicólogo
[email protected]
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