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domingo,
10 de
diciembre de
2006 |
[Adelanto]
Escritura e intimidad
Los diarios de escritores son el objeto de "Una posibilidad de vida",
el nuevo libro del ensayista Alberto Giordano. Aquí se anticipa uno de sus capítulos
Alberto Giordano
Una tarde muy triste, para consolarme, y también para disculparme, por haber tenido que dejarlo solo en la clínica en la que estaba internado, traté de recordar y escribir la imagen de papá que me parecía más feliz, la que mi memoria podía ofrecer como prueba de que, al fin de cuentas, nos quisimos y compartimos, del modo equívoco en que pueden compartir algo de sus vidas un padre y un hijo, momentos dichosos. En una de las mesas del bar del aeropuerto de Córdoba, mientras esperaba el avión que me devolvería a Rosario, sobre unas servilletas que después guardé dentro de un libro y al final perdí, escribí que si alguien me preguntaba en ese momento cuál era la imagen de papá que más me gustaba recordar, mi respuesta inmediata habría sido: la imagen de papá esperándome en la plataforma de llegada de una estación de ómnibus, o mejor, la imagen de papá en el momento en que me reconoce entre los pasajeros que descienden. Puede ser en Buenos Aires o en Córdoba, en Tucumán, incluso en Rufino, el ómnibus ya se detuvo y desde la fila de los ansiosos que apuramos la llegada descubro a papá entre los que esperan. Todavía no me ve y está alerta, en una anticipación de todo el cuerpo que se prepara para la alegría de los besos y los abrazos. Ahora sí, me descubre, y viene a mi encuentro. Se mueve con una mezcla de dureza y plasticidad que, sin proponérselo, resulta elegante, como si en el presente del cariño algo del pudor y la timidez originarios se ablandase con la visión de la llegada del hijo. Sonríe, con entusiasmo, con generosidad, y la cara, que ya era encantadora en la espera, ahora resplandece. Aquí no hay dudas, la fuerza de esta imagen suspende la cantinela familiar de los olvidos y los resentimientos. Acabo de llegar y, sin decir nada y sin saberlo, papá me da lo mejor que un padre le puede dar a un hijo: la certidumbre de que es bienvenido.
Si este fuese el comienzo de un ensayo o una narración sobre mi padre, sobre lo que mi memoria de hijo imagina que fue nuestra relación, la conmovedora fijeza del primer recuerdo tendría que ir descomponiéndose progresivamente para que la escritura, mientras describe un movimiento espiralado alrededor del núcleo ambiguo que subyace a cualquier forma de amor filial, pudiese alcanzar otras zonas menos idílicas pero también verdaderas de lo que compartimos. Para casi todos, la figura del padre convoca desde la infancia sentimientos de cariño y de malestar, arranques de admiración y de enojo, y muchas veces las dos cosas en un mismo recuerdo. Pero aunque casi todos vivimos esa tensión entre proximidad y rechazo, son pocos los que en el momento de rememorar el pasado junto al padre no ceden a la tentación de reducirla para enternecerse o crisparse con una versión de lo que ocurrió acabada y sentimentalmente unívoca. ¿Cómo cumplir con el padre sin dejar al mismo tiempo de cumplir con uno mismo?
¿Cómo cumplir con el padre sin perder la ocasión de experimentar, en su nítida evanescencia, los contornos de la identidad formal del hijo? En "Intima" (*), Roberto Appratto se plantea esta pregunta, con una lucidez que debe mucho a lo que él mismo reconoce como su proverbial pasión por la frialdad y el formalismo, mientras ensaya un procedimiento de rememoración y escritura que se impone al lector como el resultado feliz e irrepetible del encuentro de una sensibilidad y una historia singulares con la singularidad de una escritura capaz de hacerles justicia. Como Bernhard, Appratto encadena recuerdos y reflexiones en la extensión sintáctica de un único párrafo tan largo como largo es el libro, y la ausencia de puntos y aparte es también en su literatura un artificio que en seguida se vuelve imperceptible por la eficacia con la que sostiene el movimiento de la rememoración. La diferencia la hace el tono, que como todo tono es al mismo tiempo cierto e irrepresentable, pero al que se puede identificar, según la intuición de Elvio Gandolfo en el "Post-facio", como "un tono de voz", "de voz escrita, más que hablada". El pasaje continuo, sin sobresaltos, de las imágenes o las anécdotas a la reflexión sobre lo recordado o sobre el proceso de recordar y escribir, es obra de la enunciación de esta voz intransferible en la que se da una coexistencia compleja, pero sin fricciones ni disonancias, del pensamiento con la emoción.
"Intima" comienza con un recuerdo de infancia que condensa lo mejor de la convivencia del niño Appratto junto a su padre, el famoso pediatra José Antonio Appratto, una "personalidad" dentro de la sociedad montevideana de los años cincuenta y sesenta. Como el que imagino para el comienzo de mi propio ensayo o narración autobiográfica, no se trata de un recuerdo puntual, sino más bien de una escena arquetípica. Entre sus ocho y catorce años, a mitad de mañana, el hijo veía cómo el padre interrumpía de golpe el ritual de los preparativos antes de salir a trabajar, se quedaba parado frente a él y, "con una afinación perfecta", silbaba, le silbaba, algún tango de De Caro, de Cobián o de Mora, que en ese momento le venía a la cabeza. El espectáculo diario del padre ejercitando para él su talento musical, manifestando con soltura la "zona desinteresada" de su vida, era la mejor prueba de cariño que podía recibir un hijo que no volvería a verlo durante el resto del día. Ya adulto, el hijo que se convirtió en escritor, el que lo defraudó porque no quiso seguir una profesión liberal pero heredó su gusto musical y su oído, recuerda que lo que el padre le dejaba oír en aquellas mañanas era nada menos que "la segunda voz de su vida", la voz desconocida de la figura pública que pocos sabían escuchar, acaso su voz más entrañable, la que ahora se le antoja la voz de lo más libre y abierto de su intimidad. El hijo recuerda desde y para sí, en un presente múltiple que es, entre otras muchas cosas, el de su propia paternidad. Sus recuerdos hablan menos de una voluntad de regresar al pasado que del deseo de que, en su retorno, el pasado revele lo mejor que tiene el presente para ofrecerle al futuro. (...)
Mi primera aproximación a "Intima" fue por la vía obvia de la identificación. Como Appratto, siempre creí en la excepcionalidad de mi padre. Recuerdo que una tarde, cuando ya sabíamos que la reducción de sus facultades era, además de catastrófica, definitiva, le dije a un amigo que la desaparición de lo que papá había sido hasta entonces significaba, para mí, algo semejante a la desaparición de un artista. Con buen criterio, mi amigo me advirtió que esa clase de exageraciones me iban a ayudar muy poco en el trámite, que se anunciaba largo y trabajoso, y que recién comenzaba, de elaborar el duelo por la pérdida de alguien que todavía estaba vivo. Le di la razón, pero también le aclaré que lo que había querido decir era que al perder papá su capacidad de pensar y hablar del modo curioso en que lo había hecho hasta entonces, lo que se perdía era una forma singular de percibir algunas cosas del mundo y de exponer y argumentar el sentido de esas percepciones, que a veces resultaba encantadora y otras aplastante, pero que siempre nos parecía intensa e irrepetible. Había que escuchar lo que le decían un tango de Gobbi, una película de Favio o un gesto casual de mi mujer, para sorprenderse por su empeño en celebrar lo que lo emocionaba con una interpretación elocuente y reflexiva (papá no tuvo formación ni hábitos intelectuales; nadie sabe de dónde salieron su sensibilidad, tan receptiva de las cosas menos convencionales, ni sus destrezas retóricas, pero es fácil suponer que de esas rarezas salieron algunas de las mías). Yo también podría escribir, como Appratto: "Pero una cosa es clara: mi padre no era lineal, no era previsible, no era un tipo como cualquiera, no vivía (...) nada como cualquiera". Hay algo infantil en este impulso de sostener frente a los otros la excepcionalidad del padre para, de algún modo, sostenerse en ella. Está la voluntad de hacer justicia a la memoria de alguien que era más raro y más interesante de lo que los demás pudieron saber, y también el deseo de que se reconozca la propia diferencia, salida de aquella otra que "salió de la nada", en la disponibilidad para apreciar y escribir lo que se hurta al reconocimiento. No puede ser de otra forma. La construcción literaria del padre es obra, en principio, de lo que el hijo puede saber de sí mismo y de la necesidad que tiene de inventarse un origen para, como decía Goethe, adquirir lo que heredó a fin de que sea suyo.
(*) Montevideo, Editorial Yoea, 1993
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Por dos. Giordano publca un nuevo libro tras reeditar un título anterior, "Modos de ensayo".
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