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domingo,
10 de
diciembre de
2006 |
Interiores: fidelidad
Jorge Besso
No deja de ser curioso que un tema candente y de todos los tiempos tenga un tratamiento tan escaso en nuestro magno diccionario que se limita a decir que cuando se habla de fidelidad se trata de "lealtad, observancia de la fe que alguien debe a otra persona", y agrega que en un segundo sentido el término se refiere a la "puntualidad, exactitud en la ejecución de algo". Recién en el cierre aparece la palabra crucial cuando se refiere a la "alta fidelidad" para aclarar que en este caso se trata de la "reproducción fiel del sonido".
Está más que claro que la alta fidelidad está referida a los objetos, especialmente en lo que concierne al sonido, pero también es aplicable a la imagen, la fidelidad y la nitidez que tienen algunas pantallas en estos tiempos con relación a las imágenes que se complementan con reproductores de sonidos. Estos progresaron tanto que la expresión "alta fidelidad" ha quedado anticuada en relación a los objetos que se renuevan constantemente para entregarnos sonidos e imágenes cada vez con mayor fidelidad.
No está demás aclarar que cuanto se dispone de más dinero mayor es la fidelidad que se obtiene a cambio. Llegados a este punto resulta oportuno preguntarse si con los sujetos sucede lo mismo que lo que pasa con los objetos, es decir si se repite la relación de que cuánto más dinero más fidelidad. Lo cierto es que es más que difícil que se repita semejante ecuación aplicada a los humanos, ya que si la felicidad no se compra, la fidelidad tampoco. En caso de que se compren, lo cual sucede a menudo, no hay garantía sobre los resultados de dicha operación con lo que siempre es más que posible que no se obtenga ni la felicidad ni la fidelidad. En tal caso a la enorme frustración hay que agregarle que se trató de un mal negocio.
La fidelidad es un valor social muy preciado en todos los campos, especialmente en el terreno del amor, donde los amantes suelen prometerse una fidelidad que en muchas ocasiones no cumplen. Dos dichos muy populares referidos a la infidelidad en el amor ilustran uno de los aspectos más importantes que se puede observar en la compleja dialéctica entre lo fiel y lo infiel, mostrando al mismo tiempo que el humano, en sus diferentes sexos, no es precisamente de una sola pieza ni de un solo discurso. Los dichos al respecto son aquellos que sentencian con una fuerte carga de verdad y proclaman sin vacilar:
Ojos que no ven, corazón que no siente.
u El cornudo/a es el último o la última que se entera.
Como se puede observar ambos asertos están en directa relación con un mecanismo humano ampliamente difundido. Un recurso tan indispensable como problemático: se trata de la capacidad humana más o menos ilimitada para la negación. Ambos dichos están manifiestamente entrelazados, ya que la cuestión de que el cornudo o la cornuda son los últimos en enterarse tiene una relación directa con aquello de que los ojos que no ven, corazón que no siente. La negación está en el centro de los dos asertos porque dicho mecanismo (negador) forma parte sustancial de la naturaleza del amor, incluso y muy especialmente, hace al difícil equilibrio de una relación de pareja. Es que el amor lleva muchas veces a que el amante quiera saber todo del otro, y la negación es precisamente un límite a los impulsos más invasivos: la negación de uno de los miembros permite cierta capacidad de movimientos del otro. Por ejemplo, ciertos giros novedosos en la pareja, algunos detalles, cambios imperceptibles, tenues perfumes nuevos, en definitiva aquellos movimientos que resultan invisibles para el que está en el polo negador.
Todo esto puede quedar en la baja percepción, o por el contrario explotar en la bomba que puede terminar con la pareja. O no, en el caso de que el miembro mancillado de la relación opte por una digestión lenta de la puñalada trapera. El extremo contrario al anterior está dado por lo que se podría llamar el exceso de percepción. Es el caso de los ojos, los oídos y todo lo que sea puestos a detectar señales de la supuesta infidelidad del otro, campo más que fértil para los celos patológicos, que vendrían a ser casi todos, ya que los celos normales son tan extraños e infrecuentes como la denominada envidia sana.
Como se sabe la infidelidad es un tema y una especie de hábito de todos los tiempos, aunque en estos días (y en la realidad mediática) se encuentra en su momento top con el crimen de la cincuentenaria de Río Cuarto, un ejemplo más de que los countrys ni ningún cercado pueden acotar las pasiones humanas. Acaso aumentarlas.
Bien se podría pensar que la fidelidad - infidelidad constituyen de alguna manera una pareja estable que deambula vaya uno a saber en cuántas relaciones porque no hay moral ni religión alguna que puedan cercar o controlar las contradicciones en el seno del amor y la sexualidad: el amor es tan posesivo como transgresor. Con las innumerables excepciones del caso, lo cierto es que cada cual es posesivo con sus posesiones y tolerante con sus transgresiones.
Lo curioso es que la infidelidad en el fondo no viene a cuestionar ni a desmentir la manía por la posesión del otro. Todo lo contrario, más bien aumenta la sed de posesión del humano ya que muchas veces la infidelidad es un fantasma que desgarra el alma poseedora de quién es capaz de sufrir (y de hacer sufrir) no sólo por los posibles secretos de su pareja, sino también y muy especialmente por la incontrolable vida de su amante más allá de la pareja. Es que el amor no tiene humor, aunque en muchas ocasiones le haría bien. Eso sí, el morbo social se quedaría sin muchos chismes y crímenes.
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