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sábado,
25 de
noviembre de
2006 |
Editorial
Festejos que provocan vergüenza
El fin del período lectivo se convierte en la ocasión ideal para que muchos estudiantes cometan insólitos desmanes. Las razones de tan penosa conducta deben buscarse en lo más hondo del sustrato de una sociedad llagada por las sucesivas crisis, pero la responsabilidad debe hacerse extensiva a las familias, que no pueden ni deben delegar su crucial función formativa.
Llega el fin de año, se aproxima la terminación del ciclo lectivo y con él la euforia estudiantil por el esperado comienzo de las vacaciones. Sin embargo, un período que debería vivirse en el marco de una serena satisfacción por la conciencia del deber cumplido y la inminencia del anhelado descanso se convierte, lamentablemente, en ocasión para desmanes de todo tipo, en lo que constituye una profunda vergüenza para la sociedad rosarina y un tema sobre el cual no puede evitarse una reflexión crítica y autocrítica.
Descontrol, irrespetuosidad, agresividad y violencia se han erigido, penosamente, en palabras que designan con precisión el comportamiento de muchos adolescentes para estas fechas. El caso más notorio fue registrado con gran despliegue por los medios de prensa locales y se originó en la prepotencia exhibida por más de ciento cincuenta estudiantes del Colegio Sagrado Corazón, que en una actitud por lo menos insólita arrojaron anteayer huevos, tomates, naranjas y hasta bengalas en la puerta del Colegio Maristas, con el saldo de un alumno y un preceptor heridos.
Resulta difícil encuadrar la conducta descripta en las pautas de cualquier lógica mínimamente civilizada. Pero este caso puntual merece ser contemplado dentro de los parámetros cotidianos de la vida de toda una sociedad, en la cual la fiesta ha pasado a ser en no pocos casos el objetivo principal de la vida, hecho al cual debe sumársele la peligrosa desvirtuación de la autoridad y la pérdida de valor de las cruciales nociones de responsabilidad y trabajo.
Así, ayer hubo testimonios sobre situaciones que a partir de similar disparador estuvieron lejos de constituir un ejemplo edificante. A la habitual destrucción de carpetas se les sumaron en ciertos casos bebidas alcohólicas ingeridas frente a la puerta de colegios y gestos que sólo pueden ser vinculados con el vandalismo más puro.
La tristeza que provocan estos hechos desemboca inevitablemente en la pregunta: ¿por qué? La respuesta no es sencilla pero amerita intentarse: sin dudas, un país que durante décadas abandonó la educación pública a su suerte y en el cual las recurrentes crisis políticas y económicas han tenido como blanco excluyente al pueblo trabajador no puede convertirse en semillero de actitudes ejemplares. La reconstrucción será larga, debe partir de la resuelta acción estatal pero a la vez necesita sustentarse en el ámbito de lo privado. La familia tiene que volver a erigirse en maestra: ante sucesos como los ocurridos, son los padres quienes deben proceder con lucidez y firmeza.
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