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domingo,
01 de
octubre de
2006 |
Oro verde. Los financistas de la droga prosperan y sus correos sucumben
Vivir como reyes o morir como perros
Pedro Juan Caballero.- Las historias ligadas a la macoña que se escuchan por estos pagos son un mestizaje entre realismo mágico y crónica policial. Pero son las vivencias reales de personas de carne y hueso. Que muy a menudo tienen un final triste y anunciado. "Esta noche es mi golpe, pero no sé si mañana voy a amanecer", le contó un muchacho pilarense a un compañero antes de iniciar el viaje como mula del narcotráfico. "Ellos quedan a su suerte en el camino. Del otro lado nadie sabe cómo se llaman ni donde viven. Y muchas veces sólo desaparecen", explicó un oficial superior consultado. Nadie puede precisar cuántas personas mueren tratando de pasar su carga ilegal a Argentina.
También llegan las historias de contingentes de excluidos sociales que cultivan la marihuana. "Es lo único que nos asegura darle de comer a la familia", cuenta un campesino en voz muy baja. Una familia tipo en el interior paraguayo está constituida por una pareja con cuatro hijos como promedio. Las plantaciones de marihuana están escondidas entre los montes, donde las alimañas mandan, y nunca se siembran más de cinco hectáreas juntas para no ser detectadas por las fotos satelitales.
El negocio del narcotráfico funciona como en el resto de los países productores de droga. Los financistas, en su gran mayoría brasileños, se asocian con los líderes de los cárteles. A partir de ese momento todo funciona con una organización empresarial. Está el centro de producción y el de distribución. En el medio, narcogerentes se ocupan de que todo prospere. Los narcos compran con dinero todas las voluntades necesarias para que su negocio sea viable y rentable. Y políticos, jueces y policías tienen voluntad frágil. Así se alimenta el círculo vicioso que parece no tener retorno, al menos por lo observado en Paraguay. A los enemigos y a los traidores se les paga con el plomo de los sicarios.
"Acá un error te puede costar la vida", narró un hombre que trabaja en los cultivos. Por eso hay una ley no escrita: el silencio. Nadie habla con extraños y si lo hacen, bajo mil recomendaciones de preservar identidad y el pedido de alguna colaboración, el extranjero deberá descifrar el yapará: una jerga surgida de amalgamar guaraní con castellano. Todos lo hablan, pero para el recién llegado es una barrera insalvable.
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