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 domingo, 24 de septiembre de 2006  
Moscú y San Petersburgo, maravillas de un imperio
Recorrer las dos ciudades más importantes de Rusia es sumergirse en lo mejor de su historia, arquitectura y arte. Una nación que fue gobernada por zares, comunistas y ahora capitalistas deslumbra por donde se la mire

Jorge Levit / La Capital

Llegar a Rusia no es fácil para los argentinos. Es un destino lejano y a muchas horas de vuelo. Pero una vez que se hizo pie en las dos ciudades principales del país -Moscú y San Petersburgo- el esfuerzo se recompensa ampliamente.

Moscú es la capital del país desde 1918, en el comienzo de la era bolchevique. Y también lo había sido hasta 1712, cuando los zares resolvieron trasladar la corte a San Petersburgo, la ciudad levantada por Pedro el Grande. Siempre fue la urbe más importante del gigante euroasiático y el año que viene cumplirá nada menos que 860 años desde su fundación.

Como toda gran capital Moscú tiene incontables atractivos pero, sin lugar a dudas, el primer sitio para visitar es la Plaza Roja, corazón de la ciudad. La amplia avenida Tverskaya, donde se ubican muchos hoteles, restaurantes y comercios, desemboca en la plaza, una amplísima extensión que deslumbra e impacta por la catedral de San Basilio, obra de arte de la arquitectura construida por Iván el Terrible en 1561 para celebrar la conquista del bastión mongol de Kazán. Su estructura es imponente y ha sido el ícono de Rusia de todos los tiempos. De noche está iluminada y sus cúpulas de colores resaltan aún más su belleza. Vale la pena ir a verla más de una vez y entrar a recorrerla.

En la plaza, perfectamente cuidada y con piso de empedrado grueso, se hacían grandes desfiles militares, sobre todo en la época de la Unión Soviética. El palco de los dirigentes del partido se ubicaba en lo alto del mausoleo de Lenin, otro sitio relevante. En días y horas determinados -cambian según la temporada- se permite entrar al lugar donde yacen los restos embalsamados del líder de la revolución bolchevique. Está ubicado en un piso subterráneo y fuertemente vigilado. La gente no puede detenerse a contemplar el cuerpo sino que debe seguir caminando hasta encontrar las escaleras para subir a la superficie. No se permiten tomar fotografías y ni siquiera hablar. Detrás del mausoleo hay varias decenas de estatuas de los próceres del país. Un dato significativo: la de Stalin no fue tocada.

Pero la Plaza Roja ofrece mucho más: un museo histórico, la catedral de Kazán y otro símbolo del poder de todos los tiempos: el Kremlin, que en ruso significa fortaleza. Sus murallas, de ladrillos rojos, contienen distintas edificaciones que son el asiento del gobierno, catedrales, capillas y museos. Allí tiene sus oficinas el presidente Vladimir Putin y por eso muchas áreas no pueden ser visitadas.

Irse de la Plaza Roja sin visitar el GUM, un enorme edificio comercial, sería un error imperdonable. No por los productos que se ofrecen a la venta -marcas nacionales o importadas nada especiales- sino por la estructura e historia del lugar. Es un enorme local de techo absolutamente vidriado construido entre 1889 y 1893. Siempre fue galería comercial privada, hasta 1921, cuando fue nacionalizada por el gobierno soviético.

La arquitectura de Moscú es la típica europea, con edificios de tres pisos. Pero ahora se levantan nuevas viviendas en complejos muy modernos y lujosos. Al caminar por sus calles siempre se encuentran sorpresas: los siete palacios exactamente iguales levantados por orden de Stalin en distintos puntos de la ciudad o un simple supermercado con decoraciones barrocas que se asemeja más a un teatro que a un puesto de venta de salchichas y salmón.

En algunos edificios cercanos a la Plaza Roja el primer nivel de construcción es de piedra de color rojizo. Se trata de un material traído por los alemanes en la ofensiva sobre Rusia en 1941 para levantar un monumento en la Plaza, que pensaban tomar por la fuerza. Moscú no cayó y los rusos utilizaron esa piedra como símbolo victorioso de la resistencia al nazifascismo.

Un paseo muy interesante es la vieja calle Arbat, una peatonal llena de cafés, restaurantes, tiendas de souvenirs y típicos bares rusos. En el siglo XIX la zona era habitada por artistas, músicos, poetas, escritores e intelectuales. Muchas de esas casas han sido preservadas y hoy están abiertas como museos.

Si el plan de viaje incluye pocos días en Moscú, es indispensable hacer una selección rigurosa de los sitios para ver. El famoso teatro Bolshoi hay que descartarlo por ahora. Está siendo reformado y los trabajos demandarán varios meses. Pero sí se pueden recorrer el Museo de Arte Pushkin, el de Historia Moderna, el de Artes Decorativas o el de la Gran Guerra Patria (la Segunda Guerra Mundial), entre tantos otros. Pero si interesa en particular la invasión napoleónica a Rusia en 1812, no hay que perderse el Museo Panorámico Borodino, que lleva ese nombre por la batalla que se libró en esa aldea rusa, a unos 110 kilómetros de Moscú, y que significó el preludio de la derrota francesa frente al ejército ruso de Alejandro I. El museo es circular y combina pinturas de las escenas de la batalla con maquetas que otorgan una vista panorámica espectacular. Está cuidado y reproducido hasta el más mínimo detalle.

Para completar la visita a Moscú, un paseo en barco por el río Moscova ofrece una vista muy particular de la ciudad y sus principales atracciones. El metro, por supuesto, no puede verse desde el río y no es mala idea conocerlo antes de seguir viaje a la maravillosa capital de los zares: San Petersburgo, Petrogrado o Leningrado, como se prefiera llamarla.


La ciudad cultural
Llegar a San Petersburgo, fundada por Pedro el Grande en 1703, es sumergirse definitivamente en lo mejor de la cultura rusa. La ciudad fue capital del imperio entre 1712 y 1918. Toda la corte del zar se había trasladado allí para vincular a Rusia con Europa a través de la salida al mar Báltico. La ciudad fue rebautizada como Petrogrado (en honor al zar Pedro) entre 1914 y 1924, y como Leningrado (en homenaje a Lenin) desde 1924 hasta 1991, año en el que tras un plebiscito volvió a llamarse con el nombre original. En 1905 y 1917 fue escenario de las revoluciones que terminaron con la dinastía de la familia Romanov tras trescientos años de poder imperial.

San Petersburgo, pese a los bruscos cambios políticos vividos por Rusia en el último siglo conserva todo su esplendor, sus colecciones de obras de arte, palacios, catedrales, museos, academias y una arquitectura singular del estilo barroco petroviano. La revolución bolchevique de 1917 abrió al pueblo los tesoros que los zares venían acumulando desde hacía siglos y los conservó intactos, no sin dificultad, pese a la guerra civil y a las turbulencias de esos años.

Tampoco el sitio de 900 días impuesto por la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial -la ciudad no cayó y resistió el bloqueo a un costo de un millón y medio de vidas- pudo con el tesoro cultural de San Petersburgo, que fue trasladado hasta una ciudad de los Urales para preservarlo. Ahora está todo ahí, para ser contemplado y nunca terminar de sorprender a quien lo visita.

La mejor manera de dar un primer recorrido general por la ciudad es partir a pie desde la estación ferroviaria de Moscú, en la avenida Nevsky, calle principal, y llegar hasta la plaza del Palacio de Invierno y el Museo Hermitage. Es un recorrido largo pero que vale la pena hacer caminando, aunque sea una vez, para poder ver la plaza de la Insurrección, la catedral de Nuestra Señora de Kazán, el palacio de los Stroganov, el Almirantazgo o el edificio de la academia militar donde estudió Fedor Dostoievsky.

Además de los sitios históricos, toda la avenida tiene construcciones de los siglos XVIII y XIX, aunque no tan cuidadas como las de Moscú. Muchos edificios cuentan con enormes puertas de ingreso que desembocan en una especie de plazoleta por donde ingresaban los carruajes de los nobles.

En la Nevsky se puede comer en bares o restaurantes, ir de shopping, descubrir enormes librerías que tienen lo mejor de la historia y literatura rusas traducido al inglés y francés o hacer un colorido paseo nocturno. Muchos de los principales hoteles están ubicados muy cerca de esa avenida, referente turístico, comercial e histórico de San Petersburgo.

Pero sin duda las atracciones fundamentales de la ciudad son el Palacio de Invierno de los zares, construido en 1762 durante el reinado de Catalina la Grande, y el Museo Hermitage, uno de los más importantes del mundo. Cuenta con casi tres millones de obras de arte pero sólo un tercio de ellas está expuesto. Las colecciones del museo están repartidas en diferentes edificios lindantes, todos sobre el río Neva.

Para poder recorrer la antigua residencia de los zares y las salas del museo hay que disponer de al menos tres horas o incluso más si el interés por el arte es muy intenso. La primera fuerte impresión al ingresar al palacio son las salas de columnas y revestimientos de oro, como el Salón Dorado, el de los Escudos de Armas o el de Pedro el Grande quien, sin embargo, tenía una visión modesta de la vida. El lujo y opulencia de sus sucesores en el trono del imperio ruso se aprecian con claridad, también las escaleras por donde los bolcheviques tomaron el palacio en 1917 después que el crucero Aurora -orgullo de la flota rusa y anclado todavía en el puerto- disparara sus cañones en señal del comienzo de la insurrección. Fue el fin del imperio y el de los últimos habitantes del Palacio de Invierno: el zar Nicolás II tuvo que abdicar y después fue fusilado junto a su familia.

Una vez en el Museo, distribuido en planta baja y dos pisos, hay que hacer una selección de las obras que interesa ver porque es imposible recorrer con detenimiento todas las salas. La de pintura holandesa, por ejemplo, es la más grande del mundo después de los museos de los Países Bajos. Hay originales de Rembrandt y Van Gogh que es difícil dejar de mirar. Lo mismo ocurre con la pintura francesa, española o italiana. Obras de Leonardo Da Vinci, Rodin, Pissarro, Picasso, Goya o Matisse, entre tantos otros pintores de todas las épocas, deslumbran e impactan.

No muy lejos de la plaza del palacio, pero no como para ir a pie, también se puede visitar la Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada, donde fue mortalmente herido el zar Alejandro II, el Museo de Arte Estatal ruso, la catedral de San Isaac o la fortaleza de San Pedro y San Pablo, primer asentamiento de la ciudad.

Para los amantes de la literatura rusa, y de Dostoievsky en particular, hay un museo sobre su vida y obra. El gran novelista nació en Moscú pero pasó buena parte de su vida en San Petersburgo. Sus obras más famosas se desarrollan en las calles de esta ciudad. En el barrio donde se ubica el museo se puede hacer un recorrido por los edificios donde se asegura vivía Raskolnikov, el personaje central de "Crimen y castigo".

En San Petersburgo hasta lo más fantástico puede volverse real.

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Las murallas del Kremlin, en Moscú, vistas desde el río Moscova.

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