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 domingo, 24 de septiembre de 2006  
Médicos sin fronteras. Misiones entre guerras, desastres naturales y marginados
Desde la salud, una pareja argentina trabaja en el Congo
En un viejo hotel convertido en hospital asisten a la empobrecida población de una región rica pero saqueada

Una pareja argentina, Eliana Olaizola y Jorge Martin, que pertenecen a la delegación argentina de la organización humanitaria Médicos Sin Fronteras, llevan unos cinco años trabajando en un proyecto de asistencial en la localidad de Pweto, provincia de Katanga, al sureste de la República Democrática del Congo (RDC), en una zona fronteriza con Zambia. Los dos jóvenes médicos cordobeses relatan el intenso choque cultural y geográfico que les impone la misión.

"Nuestras operaciones atienden a problemas de salud en poblaciones vulnerables y -especialmente- en las emergencias naturales y conflictos", dijo Eliana. "Ahora estamos diseñando un proyecto contra el sida y de acceso a la salud para la población, en respuesta a las emergencias ante el cólera, sarampión y otras enfermedades que atacan a las poblaciones desplazadas por la guerra entre el gobierno y rebeldes", explicó.

Jorge destacó que la misión está asentada a orillas del lago Mwero, que por su tamaño parece un mar. "La vida diaria es sumamente rústica, de la era preindustrial, agobiante, casi inconcebible y hasta ridícula para nuestra visión occidental".

"No tenemos electricidad, ni agua corriente, ni duchas, ni inodoros. Apenas hay letrinas, y, hay que decirlo, es la parte más difícil de todo esto. Vivimos con temor a contraer cólera; en la última y no tan lejana epidemia murieron el 50 por ciento de los enfermos, la mayoría en el camino al hospital que está a 5 kilómetros de la casa en que vivimos", precisó a La Capital.

Los médicos argentinos habitan lo que fue un antiguo hotel del pueblo. Viven con una italiana, una francesa, una sueca, una española, y una chica argelina. Además, trabajan con veinte congoleses.

Hablan algo de francés, swuahilli, mpemba y lingala, y también inglés. "En realidad, no se sabe bien qué idioma usamos", admite Jorge.

El relato de los médicos toca aspectos de la vida diaria que resultan de novela para el hombre urbano.

"Tenemos tarea en un hospital (Tschianfubu), y en centros de salud de Kakonona, Kizabi y Kapulo. El puesto de salud más lejano esté a cuatro horas de ida y otras tanta de vuelta, a pesar de que esté a 57 kilómetros. Sucede que no hay caminos, porque también no hay casi vehículos. Los más adinerados tienen una bicicleta por la que deben pagar impuestos".

"Al viajar llevamos una motosierra en la camioneta porque al encontrar árboles caídos en el camino, no hay otra forma de pasar que sacándolos. Es imposible pasar por las banquinas porque están minadas", recordó.

"A los costados de los caminos también es común ver tanques destruidos y todo tipo de armas abandonadas. Sucede que la guerra que empezó hace ocho años y hace poco que terminó. Y esto eso es una forma de decir, aún hay grupos rebeldes por todos lados y todavía asolan a las poblaciones. Suelen ser niños soldados (llamados mal mal), lo que aumenta la temeridad por la inconsciencia al peligro", explicó.


Los chicos de la guerra
Jorge subrayó que esos chicos de la guerra tienen fama de caníbales. "Ellos lo desmienten ya que dicen que si se comen a las personas pierden el poder que los hace inmunes a las balas. Cuentan que para aumentar ese poder sólo necesitan bañarse en el líquido amniótico de las embarazadas; eso sí, mientras están embarazadas".

Explicó que si bien hay mucho de mito en todo eso, no resulta raro ver a esos chicos con collares de orejas, de testículos y de otras partes humanas.

"No hay manera de pasar inadvertido, es decir que al cabo de un ratito tenés alrededor una cantidad de críos (que son cientos por una cuestión de supervivencia de la raza, ya que muchos después se mueren) gritando: «musungo, musungo», que quiere decir algo como marrano, marciano, y te tocan la piel para saber como es. Entran en éxtasis si uno le corresponde el saludo", relató el médico.

"Se visten con ropas occidentales, sin importar si son de hombre o mujer, por lo que se puede ver al jefe de la tribu con una pollera de jean y una capelina rosa sin que nadie dude de su virilidad. La ropa se la ponen una vez y para siempre, deambulan con harapos sucios, con múltiples orificios que le permiten acceder a cada parte de su cuerpo para rascarse. Andan descalzos y no hay espejos por, por eso les cuesta identificarse al verse en una foto", ilustra el médico cordobés.


La civilización queda muy lejos
"No es sólo por los kilómetros al mundo occidental, las necesidades casi no han llegado y uno se acostumbra rápido a prescindir de todo eso (salvo los inodoros). No existe casi la posibilidad de gastar dinero (no hay restaurante, ni shopping) aunque si trueque. Pero, además, Eliana cocina ñoquis, dulce de leche, y tiene una plantación de lechugas, mentas, zanahorias y tomates". resalta.

"Al principio impacta ver a los famosos niños desnutridos del Africa, eso de las fotos en las revistas. Pero no se termina de entender por qué en un país con muchas riquezas, los autóctonos mueren de inanición y sin planificación familiar no funciona". Pero apunta una frase común entre los congoleses: "Si no tuviéramos tantas riquezas, la vida hubiera sido mucho mejor".

A pesar de todo la música esta incorporada a cada actividad, cantan cuando caminan, trabajan y en los velatorios", remarca.

Por otra parte, afirma que hay "un abismo inabarcable entre la cultura de ellos y la nuestra, hay resentimiento por tanta muerte y pillaje, acaecida por la presencia del blanco. Todas las noche, en Pweto, resuenan los tambores... un ritmo repetitivo, y voces que liberan sentimientos que son incomprensibles a nuestro entendimiento".

"Nuestra presencia en Pweto data de 2001, en el marco de un proyecto de asistencia médica en la zona fronteriza con Zambia, al este de la RDC. Una zona de belleza brutal, donde casi no se ve la influencia de la mano del hombre, pero sí la de la naturaleza sobre él".

"Como nuestra Patagonia, con menos viento y frío. A orillas del lago Mwero, que por su tamaño no permite verla otra orilla y parece un mar. La vida acá es sumamente rústica, de la era preindustrial, casi inconcebible, lo que llega a ser ridícula, graciosa y agobiante para nuestra concepción occidental.
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Eliana y Jorge durante una misión en Marruecos.

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