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 domingo, 03 de septiembre de 2006  
El cazador oculto: "La tristeza de vivir en una nube de humo"

Ricardo Luque / Escenario

No fue una caza de brujas. Ya es hora de que alguien tenga el coraje de decirlo. Se hizo justicia, nada más. Sí, al fin, el imperio de las grandes tabacaleras transnacionales, esas que causaban escozor a los militantes de izquierda en los años 70, comenzó a resquebrajarse. Mal que le pese a sus personeros locales. "¡Cipayos!", corrigió a voz en cuello un viejo partidario de las ideas revolucionarias que, desde que dejó de intoxicar sus pulmones con los efluvios maléficos de los 43/70, se erigió en un incansable luchador antitabaco. Las cartas están echadas. La tiranía de los fumadores, después de años de imponer su vicio maloliente, terminó, y ahí andan, sin saber bien qué hacer, sus héroes anónimos. Marito D'agostino, que reabrió El Cairo con la única intención de sentarse a fumar mirando por los amplios ventanales del bar, parado en la esquina, con la espalda apoyada en el poste de la luz, dándole largas chupadas a un cigarrillo que le ilumina la expresión desgraciada del rostro. Y el Negro Centurión, sentado en el banco de la placita del Che, como un jubilado que le da de comer a las palomas, pero no, nada que ver, está desolado, confuso, y en su condena infla el pecho con el humo de un Parisiens tan oscuro como sus pensamientos. También Daniel Briguet, parado en la vereda de enfrente de El Resorte, el bar que supo ser su refugio hasta que la modernidad lo reconvirtió en un restó y terminó con sus nostalgias de niño grande, sí, ahí, en la vereda, con el faso en la mano y cara de "por qué me pasó esto a mí". Y la buena de Mariela Spirandelli, tan elegante, tan rubia, tan espléndida y tan desconcertada y a punto de encender un rubio, con filtro, con esa pose esmerada, tan sexy, que aprendió de la bellisíma Martha Sánchez, ¿se acuerdan?, la eterna novia del Nono Pugliese, que viajaba por el mundo con el único equipaje de una marquilla de LM. Que "marca su nivel", ¿se acuerdan? Y Leo Ricciardino, pobre, que ya no sabe a quién gritarle la bronca que siente por saber que el mundo que había soñado, un mundo más justo y entre volutas de humo de cientos, miles de cigarrillos, no es ni será y llora, con la mejilla pegada al teclado de la Olivetti, mientras mira una y otra vez las imágenes en blanco y negro de "Casablanca" y ve cómo su héroe, Humprey Bogart, el hombre al que siempre soñó parecerse, se va triste, solitario y final.
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