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 domingo, 20 de agosto de 2006  
EDITORIAL
El triste destino de las esculturas

Vergüenza. La palabra —dura, por cierto— aflora con espontaneidad tras la lectura de la nota que publicó La Capital en su edición del pasado jueves en torno del notable esfuerzo que implica la restauración de la estatua del libertador José de San Martín que se erige en medio de la plaza homónima, ubicada en Córdoba y Dorrego. Lo que constituye el fundamento de tan pesado vocablo no es otro que las penosas razones que motivan el arduo trabajo que está llevando adelante un equipo coordinado por el titular de la Dirección de Restauración del municipio, Marcelo Castaño, desde hace largos once meses: simplemente, el vandalismo popular; la más absoluta carencia de respeto y afecto por parte de la gente que habita la ciudad hacia los monumentos públicos rosarinos.

   La historia es breve y cruda: hace un año se la limpió tras duro esfuerzo y apenas dos días más tarde apareció completamente pintarrajeada con aerosol. La diversidad de las inscripciones efectuadas sobre la escultura delata que la sociedad adopta un comportamiento irrespetuoso de homogeneidad absoluta en relación con las estatuas. Es decir, no importa de dónde se provenga ideológicamente hablando: pareciera ser que las estatuas son el cartel más propicio para cualquier ocurrente de turno.

   Para prueba basta citar algunas de las memorables frases registradas: “NOB”; “Nancy te amo. Bart”; “Libertad a los presos políticos”. La manifestación de principios futboleros, la declaración de amor y el reclamo militante coincidieron en un punto preocupante: el más total desinterés por el patrimonio público y por las expresiones artísticas, en este caso en homenaje a un notorio y querido prócer nacional.

   Cuando se conocen los detalles de la tarea de restauración, la indignación se incrementa: es que el respeto por la obra original impide la utilización de procedimientos de índole drástica —arenado o ácidos— y entonces la demora resulta tan lógica como inevitable. “Se confeccionan unas especies de pañales que se empapan con una solución que ablanda la pintura —narró Castaño— y luego se trabaja, punto por punto, con el bisturí”.

   Sin embargo, pareciera ser que a casi nadie le importa tanto trabajo realizado por personal especializado. Bastan apenas unos minutos para que la incultura más brutal arruine la labor de meses. No existen, por otra parte, excusas de ningún tipo para defender tan patético comportamiento: ninguna crisis social ni económica permite justificar actitudes semejantes.

   Por el contrario, se trata de los típicos rasgos del individualismo, la indiferencia y la estupidez estrechamente confundidos en un abrazo. Y el relato del especialista agrega elementos a la triste estampa urbana: “Se suelta con total impunidad a las mascotas que, entre otras cosas, orinan toda la base de la estatua, que queda manchada y hay que limpiar especialmente”.

   Todo indica que la gran mayoría de la sociedad no merece convivir con las obras de arte, a las que al parecer no respeta ni valora. ¿O será necesario erradicar o encarcelar a las estatuas para que no sufran la agresividad de sus desagradecidos espectadores?
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