|
domingo,
20 de
agosto de
2006 |
Tema de la semana
La mano de hierro debe
dar paso al equilibrio
La Argentina transita por un camino de recuperación que a esta altura resultaría necio poner en duda: todos los guarismos señalan que la economía avanza viento en popa y que su impulso no se verá detenido por obstáculos inmediatos. Pero existe un factor que ensombrece el luminoso panorama y preocupa a los analistas que levantan la mirada por encima de la prosperidad que signa la coyuntura: la calidad de la política que se practica en el país. El éxito que alimenta las ambiciones del oficialismo multiplica al infinito ciertos rasgos que sin dudas son parte del perfil genético del peronismo: la voracidad por los espacios políticos y el ineludible deseo de perpetuación en las funciones ejecutivas. El gris panorama de la oposición, en tanto, contribuye a aumentar la incertidumbre: un radicalismo vacilante y anémico que aún no ha terminado de digerir el estrepitoso fracaso de la Alianza se confunde con referentes de orden puramente simbólico, que no disputan espacios de poder sino que se limitan a cumplir con el nada envidiable rol de brindar testimonio. La única aparición que rompió con la monotonía ha provenido, en última instancia, del propio riñón del elenco gobernante: el exitoso ex ministro de Economía que piloteó la tormenta y renegoció con suceso la fabulosa deuda externa que agobiaba a la Nación, Roberto Lavagna.
Es en propio bienestar de la institucionalidad argentina que se necesita una oposición articulada, constructiva y coherente. El ostensible apetito hegemónico que históricamente ha caracterizado al justicialismo no ha sido en muchas ocasiones inconveniente para un país que parece necesitar de una mano firme —casi de hierro— para emerger de los marasmos en que suele caer y reponerse de los graves males que en general se provoca a sí mismo. Pero superado dicho estadio de inmadurez —algo para lo cual evidentemente falta—, será necesario pagar la añeja deuda que se mantiene con el equilibrio.
Y las alternativas distan de presentarse como apetecibles en un menú estrecho: días pasados, figuras de tan diversa extracción político-ideológica como lo son Elisa Carrió, Ricardo López Murphy y Raúl Castells coincidieron, junto con otros nombres notorios, en un curioso seminario realizado en un coqueto hotel de Recoleta. Borges, claro, hubiera dicho que no los unió el amor sino el espanto, concentrado éste sobre la dominante figura del presidente de la República, Néstor Kirchner. Pero tan insólito abanico, que abarcó desde la ultraortodoxa figura del ex ministro de Economía delarruista hasta el piquetero cuyos procederes han estado tantas veces reñidos con la letra de la ley, dista de presentarse como deseable o verosímil. Las acusaciones vertidas sobre quienes ejercen con dureza el poder en el presente fueron lo único que confirió a sus disímiles discursos un tono similar. Y la frase paradigmática —tal su conocido sello personal— la lanzó la inconfundible líder del ARI: “El oficialismo no dialoga con nadie. Lo único que escucho del oficialismo son los gritos del matrimonio Kirchner”.
¿Pero qué pueden importarle al ciudadano medio que contempla deslumbrado la reactivación de la economía estos distantes, casi remotos rezongos suscitados en la abstracta esfera de la política? Poco, muy poco. Mucho menos sin duda que las interminables competencias danzantes que magnetizan a los espectadores del programa de Marcelo Tinelli. Nada nuevo, por cierto. La Argentina suele olvidar casi por completo la política cuando la economía funciona con fluidez. No importa qué precio se pague, por elevado que éste sea.
El mismo pecado se cometió en la justificadamente denostada década neoliberal, los lejanos años noventa: nadie vio hasta que ya era demasiado tarde el apretado cepo que ahogaba al país y del cual sólo se pudo salir hacia abajo, por intermedio de la peor de las crisis posibles. En este caso, las potenciales dificultades a que se hace referencia y que pueden comprometer eventualmente el futuro no se vinculan con el diseño de planes económicos ni con virtuales pases de magia como en su momento fue la convertibilidad: es el deterioro de la calidad institucional el que puede poner en riesgo los jugosos frutos de la recuperación en curso.
La tarea de conferir homogeneidad y solidez a todo aquello que excede los bordes cada vez más generosos del oficialismo —mentada transversalidad de por medio— no resultará sencilla ni grata. Con total certeza no se recibirán estímulos externos y se dependerá entonces de la sagacidad, la generosidad y la amplitud de criterios. Paradójicamente, el éxito del gobierno se debería hermanar con su capacidad para generar un paisaje propicio a las alternativas, donde los matices sean percibidos como una ventaja y no como un pecado de lesa majestad capaz de merecer la filosa guillotina.
Pero si bien se le puede requerir al chancho que chifle, no será nada fácil que obedezca. Tal vez en persistir se encuentre el secreto.
enviar nota por e-mail
|
|
|