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domingo,
20 de
agosto de
2006 |
Interiores: racionales
Jorge Besso
Es posible que nuestro máximo orgullo como humanos sea considerarnos como la especie más dotada, evolucionada, orgullosa de sí misma, a todas luces la más inteligente y por lo tanto con luces propias inextinguibles: verdaderos seres superiores capaces hasta de sentir cierta admiración por el resto de los vivientes, animales, vegetales o minerales con relación a los cuales hasta somos capaces de demostrarles nuestro amor.
Somos también seres excepcionales en el sentido de que nos caben las excepciones, y que resultan ser tantas que muchas veces se nos caen las reglas. Así y todo, las excepciones son muy inferiores en número entre las hormigas de la clase que sean, y entre los elefantes de la especie a la que pertenezcan, todos ellos individuos representantes iguales y perfectos del ser de la hormiga tal o del elefante cual.
Entre todas las facultades humanas una de las que más sobresale es la razón, de alguna manera siempre mezclada con la inteligencia, conformando y constituyendo un instrumento de uso diario y a cualquier horario, utilizada como es sabido y padecido, tanto para el bien como para el mal. Sin embargo, el poderío de la razón se piensa y se intuye como ilimitado, o acaso con el sólo límite de la emoción por aquello de que el corazón tiene razones que la razón ignora, como decía Pascal.
Son tantas las razones que avalan la importancia y el poder de la razón, que desde hace milenios estamos convencidos y más que orgullosos de que somos seres racionales. ¿De qué modo se podría definir un ser racional? Debería ser alguien que sólo se emocionaría cuando fuera la ocasión adecuada, cosa que él siempre sabría cuál es ya que de lo contrario no mercería tal título. En las demás ocasiones sus pasos serían llevados por la razón y al ritmo que ésta dictara, muy lejos de la intuición, ya que la susodicha razón más bien la aborrece, en tanto la trajinada intuición no puede explicar sus resultados ni mostrar sus pasos.
Es que la intuición más bien pertenece a las filas de la improvisación por lo que resulta incompatible con las exigencias de la razón, respecto de la cual las normas Iram indican que el instrumento por excelencia de la inteligencia está para hacer comprensible los fenómenos, y previsible el comportamiento de las gentes y de los acontecimientos. A semejante ejemplar de ser racional habría que imaginarlo como un agente laico, mesurado en sus pasiones y en sus ingestas, diurno cuando es de día y onírico cuando es de noche, lejos de cualquier fundamentalismo y de toda superstición, capaz de dar razón de sus actos por el sencillo expediente de que precisamente son una elaboración y una decisión de la prestigiosa razón.
El perfil continuaría exigiendo que el candidato a ser un ser racional debe ser alguien que solamente tenga en cuenta lo que es explicable por el encadenamiento de la causa con el efecto, y en el caso, muy frecuente, de que tengamos el efecto pero no la causa a la vista, debiera dejar perfectamente sentado que lo que ocurre es que simplemente no está a la vista, y ya llegará el día en que la luz de la razón la sacará de la oscuridad. El concurso para consagrarse racional con tamañas exigencias tendría pocos postulantes, tan pocos que con toda probabilidad no quedaría ningún aspirante ya que la totalidad de los concursantes no pasaría la selección previa que ejercería un tribunal seleccionado para tal efecto, del cual hay que decir que es imposible saber por quién estaría conformado.
Hay otra posibilidad de entender la afirmación de que en tanto humanos somos seres racionales, y es que en nuestro andar por la vida seguimos nuestras razones con el alto convencimiento de que dichas razones, tan nuestras, están impregnadas totalmente de objetividad. Nuestros dichos como nuestros actos encarnan la objetividad misma, y los otros que nos rodean son precisamente eso: seres que rodean nuestro estar en el centro. Pero no en cualquier centro, sino en el centro de la verdad, razón por la cual dichos seres rodeantes viven inmersos en la bagatela de sus creencias meramente subjetivas, incapaces de ir más allá de su propia sombra.
Tanto la sociedad como sus individuos hacen reposar sus respectivas racionalidades en las razones que cada cual posee para actuar como actúa, con el indiscutido convencimiento de que tener razones es exactamente lo mismo que tener la razón. En este sentido la racionalidad humana no sólo no ha podido evitar las guerras, sino que ha llevado a múltiples guerras que no sólo han arrasado con las vidas y las construcciones de las gentes, sino que también han barrido la dignidad humana. Visto está que todas han sido emprendidas con impecables razones, o con mentiras usadas como equivalentes de la razón.
Ya desde el siglo pasado las guerras han dejado de ser una cuestión de ejércitos para ser lisa y llanamente una cuestión de destructividad: el campo de batalla está conformado por las casas de las gentes que ni siquiera tienen la oportunidad de ver la bomba que los va a matar. En esta "última" guerra se enfrentan un bando que enarbola como nombre el Partido de Dios, y en el otro bando un Estado representando a un pueblo con fuertes convicciones y raíces religiosas.
Es más, se trata de una zona del planeta donde hay millones de cultores de tres de las más grandes religiones del mundo: cristianos, judíos y musulmanes. Todas con sus razones. A lo que hay que agregar ese curioso paquidermo burocrático llamado Naciones Unidas que con toda probabilidad lo único que las une es su perfecta inutilidad como lo prueba su logro más habitual: el cese del fuego para la continuidad de la guerra. Es decir que el sentido de la guerra es la guerra. Como el sentido del poder es el poder. Y el de la riqueza la riqueza. Lo que redunda mata. Dios ¿tomará partido? O acaso la razón podrá ir más allá de las razones.
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