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 domingo, 13 de agosto de 2006  
[Nota de tapa] - A la carta
Desde algún lugar del Lejano Oriente
En su nueva novela, "Querido amigo" (Edhasa), Angélica Gorodischer cruza el género epistolar con el erotismo para relatar las extrañas historias que vive un diplomático inglés. Aquí se ofrece un pasaje de la obra

Angélica Gorodischer

Birnassam, 5 de febrero de 1809

A Su Excelencia el Duque de Bartram-Weld

en Chelmsleigh

Inglaterra

Querido amigo:

(...)Mis anfitriones, creo habérselo dicho, son amigables, gentiles y complacientes, pero no tienen un ápice del abúlico señor que pasa por la vida sin sentir interés por nada. Basta mirarles a los ojos para ver en el fondo del iris que de tan oscuro se confunde con el pozo de la pupila, la luz de la curiosidad, la picardía, la sagacidad, la atención, la vida en fin, una vida distinta de la nuestra pero tan llena de atractivos como la nuestra.

No hay en abdassis una palabra para amigo y otra palabra para hermano. El amigo y el hermano son una misma cosa, son "jhunda". Y de uno a otro jhunda fluye una corriente de interés que linda con la indiscreción. El mayor pecado que puede cometer un hombre es la traición, el desinterés. En Londres los llamaríamos chismes y evitándolos en público nos entregaríamos con deleite a repetirlos en privado. Acá es simplemente el afectuoso interés que une a los jhundas.

Quiero decir que fui interpelado. Que no sé cómo puede haber llegado la especie a oídos de quienes me agasajan todos los días, aunque me imagino que las servidoras, las sirvientas, las esclavas de cada casa se comunican entre ellas y que algunas hablarán con sus dueños, pero sí sé que entre aquéllos con quienes salgo todos los días se supo inmediatamente que había arrastrado a dos mujeres de mi casa a la cama.

Eso en sí no tiene nada de reprochable. Puede hacer con ellas lo que quiera, según mis amigos abdassiris, incluso disponer de sus miserables vidas. Verá usted que digo "mis amigos" y que me resisto a llamarlos jhundas, no porque no los sienta muy cercanos ya que poco a poco voy aprendiendo el sentido de la amistad entre estos hombres, sino porque creo que aun no me han aceptado como tal. Amigos en inglés tal vez sí; jhundas en abdassis siento que todavía no. Pero vamos, es la conversación entre uno de ellos y yo lo que quiero contarle antes de pasar a acontecimientos más importantes.

Vinieron a buscarme y salimos como de costumbre, a pasear. Recorrimos calles y más calles, haciendo sonar yo mis botas contra la seda, silenciosamente ellos pisando con sus charras el suelo cubierto de seda, oprimido yo por el calor de mi ropaje tan inglés, cómodos y ágiles ellos con sus túnicas de seda blanca y sus asadias sobre las cabezas morenas.

Como sin querer, con gracia y disimulo dos de ellos se fueron adelantando hasta quedar uno solo a mi lado y ése solo fue el que me interpeló. ¿Cómo era posible, me dijo, que un caballero como yo se acostara con esclavas habiendo tantas mujeres maravillosas a su disposición? Cierto que yo podía hacer con mis esclavas lo que se me diera la gana, pero lo mejor es usarlas para otras cosas: para el servicio, desde ya, y como ayudantas cuando se hace el amor con una mujer "lakha", que no sé lo que quiere decir pero es algo así como digna. No, no pregunté en el momento, como suelo hacerlo, por el significado de la palabra desconocida, porque estaba literalmente aterrado ante la situación.

Póngase usted en mi lugar, querido amigo: si alguno de sus conocidos lo interpelara en la calle acerca de sus costumbres conyugales o extraconyugales, ¿cómo reaccionaría? Sí, lo sé, poniendo en su lugar al insolente, allí mismo si se trata de una persona inferior o en el campo del honor si es un igual.

Pero ¿y si está usted en un país del que desconoce casi todo en materia de protocolo y costumbres? Sí, también lo sé: disimula su malestar y espera a ver lo que viene después. Y en mi caso lo que vino después fue una pregunta que hice y que usted no hubiera hecho en mi lugar porque es más prudente y más sabio que yo:

-¿Tantas mujeres dignas a mi disposición? Pero, ¿cómo puede ser eso?, ¿adónde están esas mujeres y cómo hago para llegar a ellas?

¿Es el viento, son las rammas, es el calor, es la presencia del sol que no se ve pero del que se sabe que está ahí al acecho, son los olores picantes en las calles y en las casas, es la voz de la seda lo que impulsa a un hombre como yo, acostumbrado a las sutilezas de la diplomacia, a no esperar a ver lo que viene sino a tomar la delantera y hacer directamente la pregunta que lo atormenta? No lo sé. Sólo sé dos cosas con seguridad: una, que mi anfitrión no fue ofensivo ni insultante y ni siquiera indiscreto sino, a su manera, generoso; otra, que un país es algo más que una geografía, algo más que una política, una economía, un lugar para el mapa, una presa codiciada; y que si su espíritu se mezcla con el nuestro, si se mete bajo nuestras uñas y detrás de nuestros ojos, hace que cambie nuestra idea del mundo, de la vida y de nosotros mismos.

Acepté de buen grado lo que iba diciendo mi amigo aun cuando tengo que admitir que no le entendía del todo. ¿Hubiera entendido usted? Lea atentamente lo que sigue y con la mano sobre el corazón dígame si le hubiera sido posible dar crédito a lo que se me dijo y más aun, seguir esas locas instrucciones:

-Es tan sencillo -dijo él, pausadamente, casi delicadamente como hablan los abdassiris-. Todo lo que usted tiene que hacer es dirigirse a cualquiera de los muchos amigos que ya ha hecho entre nosotros gracias a su amabilidad y discreción, y pedirle que lo invite a su casa.

-Pero -dije presa de gran confusión-, pero es que muchas veces he invitado a usted y a otros a visitarme pero nadie ha aceptado y es más, nadie ha correspondido a esa invitación con otra.

-Es que usted no tiene mujer.

-¿Y eso qué tiene que ver?

Contestó, inesperadamente, con otra pregunta:

-¿No es oscura su casa?

-Lo es -dije, cada vez más confundido-, pero ¿es por eso que no se aceptan mis invitaciones? Uso velas, de las que traje desde Londres porque aquí parece no haberlas, para.

Me interrumpió con una sonrisa:

-No nos entendemos. Pero eso no debe preocuparle. ¿Confiará usted en mí?

-Por supuesto que sí -dije.

-Entonces, sin hacer más preguntas porque mis respuestas sólo conseguirían embrollar aun más las cosas, haga lo que voy a decirle.

Esperé, y sólo después de un largo silencio él siguió hablando:

-Elija a alguien, a alguno de nosotros, a uno con quien pueda sentirse cómodo, con quien sienta que puede hablar de su vida o de los detalles del momento, y dígale que le gustaría visitarlo en su casa. El le dirá que se va a sentir muy honrado y lo citará para un día de éstos, hoy mismo quizá porque es usted una persona importante, o mañana. Vaya, sea puntual, acepte lo que le ofrezcan, tome todo con naturalidad y alegría, piense que no está en su país, alimente su cuerpo y su espíritu y sobre todo, tranquilice su ánimo. Cuando terminen de comer diríjase a su anfitrión y alabe a su esposa.

-¿Cómo? -pregunté no necesito decirle que bastante asombrado.

-Alabe a su esposa. Dígale que es hermosa, que le parece encantadora, dígale lo que se le ocurra, lo que piense que es adecuado, eso es todo.

¿Saca usted, querido amigo, alguna conclusión de todo esto? ¿Se le ocurre algo, se imagina alguna cosa? Dije que sí, que lo haría y como si hubieran adivinado que la conversación había terminado, los otros dos se acercaron nuevamente a nosotros y fuimos a la plaza, que no es una plaza sino ese lugar en el que los hombres se reúnen y conversan. Nos acercamos a un grupo, después a otro; hubo saludos y sonrisas. Estuve dos o tres veces a punto de decirle a alguien:

-Tendría mucho placer en que me invitara usted a su casa.

Pero no me atreví. No se hacen las cosas así en Inglaterra.
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A pura creación. Gorodischer ofrece en su nuevo libro un mundo imaginario para ser recorrido junto con imágenes sorprendentes.

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