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 domingo, 09 de julio de 2006  
[anticipo] - El regreso de un gran narrador
Las plantas verdes del 72
"Onibus", un relato sobre viajes entre Rosario y Buenos Aires, es el nuevo libro de Elvio E. Gandolfo. Lo publica Interzona y aquí se ofrece un adelanto

Elvio E. Gandolfo

Incluso cuando aún no había empezado a pensar en escribir sobre los ómnibus, me bastaba estar distraído, pensando en nada, para que un remotísimo recuerdo de infancia me viniera a la mente. Es algo así: cuando el bulevar Oroño no era, como es hoy en Rosario, la ruta de acceso por la que entran todas las líneas de ómnibus que vienen de Buenos Aires, sino un bulevar que de pronto se interrumpía en seco, viniendo como venía de la zona más bacana, ordenada y rica de la ciudad, con grandes árboles y mansiones, se convertía luego en una doble mano con un cantero bastante grande al medio -después del bulevar 27 de Febrero-, y finalmente desaparecía el pavimento, con un corte brusco, y había varias cuadras de tierra -o, en la experiencia de quienes vivíamos allí, de barro, porque era lo que más recordábamos- para, finalmente, zambullirse en el laberinto inextricable de una villa miseria que lo cerraba como una pared, siempre levemente o muy temida (en los días en que algún tipo que robaba se refugiaba en la villa, o en que alguien de la villa, por ejemplo, mataba a alguien, cosa no tan infrecuente como podría creerse).

En esa época incluso el ómnibus que hacía el recorrido hasta el pueblo de mis abuelos me parecía un acontecimiento tan extraordinario, aún "parando en todas" como lo hacía, que ni lo tenía en cuenta. Los ómnibus, para mí, eran el 78 y el 72. El primero era el que uno tomaba siempre. Como hasta para ir a Buenos Aires se tomaba más que nada el tren, había un detalle adicional por el cual incluso en el recuerdo ubico al 78 primero, y después el 72. Si uno llegaba en ferrocarril y vivía donde nosotros vivíamos, media cuadra después de Seguí (lugar hoy plenamente pavimentado donde se ubica una de las cuatro o cinco paradas que hace el ómnibus antes de la terminal cuando llega de Retiro, y que es donde suelo bajar), en vez de bajarse del tren en Rosario Norte, seguía -en caso de tratarse de un tren que, por decirlo así, moría en Rosario, sin seguir hasta Córdoba- hasta Rosario Central, estación hoy del todo desaparecida.

¿Cuál era la causa, el premio? Que al estar sus puertas abiertas hacia el final de la calle Corrientes, allí estaba el 78 esperando, a veces con el motor ronroneando y después, esto lo recuerdo apenas, tomaba por Entre Ríos y nos llevaba directamente casi a la puerta de mi casa. Sólo el barro, las zanjas, el barrio en su expresión más concreta y sólida, impedía que el largo coche Leyland, tan distinto a los micros de hoy, se metiera por Oroño para comodidad perfecta nuestra. Bajábamos y caminábamos la media cuadra.

El 78 venía desde el centro, y allí doblaba, se iba a otros barrios. Para mí, en aquel entonces, tanto él como el 72 eran, en mi reducida experiencia, los ómnibus. Y había una diferencia palpable, casi clasista, por así llamarle: el 78 estaba mejor pintado, tenía mejor recorrido, estaba más cuidado en el interior. El 72 en cambio demoraba en aparecer, estaba un poco desvencijado, tenía un recorrido estrambótico, poco cómodo, que no recuerdo en absoluto. Sí recuerdo en cambio que la línea se fue deteriorando poco a poco, cada vez más, y que a mí ese deterioro me generó, extrañamente, una simpatía por el perdedor, el envejecido, el 72. Incluso cuando ya viajaba solo, sin padres ni hermanos, sin embargo seguía tomando pocas veces el 72: por más atracción o disfrute estético que uno sienta por algo que cumple un servicio, termina por usar (a veces con cierta culpa) con más frecuencia el modelo más cómodo, en este caso el 78.

Pero muy de vez en cuando, por puro gusto, tomaba el 72. Como lo hacía cada cierto tiempo, fui teniendo una especie de serie de fotografías de su deterioro, que me parecía más acelerado por el espacio de tiempo que las separaba. Había aros de las ruedas que se aflojaban, asientos a los que se les salía el tapizado, y la cara tozuda, hosca de los conductores, que parecían tener cada vez más mala onda en la mirada, y una permanente barba de dos o tres días, colaboraba al efecto general. Tanto en el 78 como en el 72 había en el techo unos respiradores que nunca más he vuelto a ver en las unidades urbanas: una especie de sombrerito metálico, que permitía el paso del aire pero no de la lluvia.

Acá viene el recuerdo remotísimo y preciso: llegó a ser tal el descuido de las unidades del 72 (ya ni se molestaban en barrer el piso, ni en arreglar vidrios que no se abrían, o asientos que se iban desmoronando), que una vez venía en un 72, mirando la lluvia por las ventanillas y de pronto varias gotas me tocaron y alcé la cabeza, molesto. Miré el respiradero y allí, inexplicables para mí en ese momento luminoso, casi milagroso, vi plantas: tallos verdes colgaban en el borde del agujero que se había formado donde antes estaba el respiradero, seguramente alimentados por la basura allí depositada. En esa carrera en pendiente del 72, no demasiado tiempo después -pero esto ya es recuerdo común y silvestre, y por lo tanto impreciso, no la imagen nítida que me permitió ver plantas, vegetales, color verde en el interior del 72-, digamos tal vez uno o dos años, el intenso deterioro del 72 terminó por matarlo: la línea desapareció, no sin antes dejarme aquella combinación de naturaleza y decadencia, de ruina y vida, que jamás se me iría de la cabeza.

Mientras escribía estas páginas ésa y otras imágenes formaban una especie de bordoneo o de humus inconsciente permanente. ¿Cómo explicarlo? Jamás se fue de su lugar del archivo la imagen de las hojas asomando entre la chapa y la tecnología, pero recién hace dos o tres semanas la saqué para traerla al lenguaje consciente del cerebro: "ah, las hojas verdes del viejo 72", me dije.

Como si la realidad se hubiera puesto de acuerdo para combinar elementos, como suele ocurrir con frecuencia, en una presentación de poemas de Rosario uno de los autores había escrito un poema que contaba cómo él, uruguayo, había llegado un día a la ciudad en ómnibus, y el poema fijaba poderosamente la sensación de quien viene de otro lugar, en este caso Uruguay, y va viendo a través de lo que desfila tras los vidrios la promesa, la vida futura en la gran ciudad después del cambio -irse de Uruguay para entrar en Rosario. El poema me recordó de pronto otro, de un uruguayo que se había ido de una pequeña ciudad del interior a Montevideo: estaba escrito de una manera muy distinta, pero expresaba lo mismo. Y había algo que iba más allá del sentido, de los ómnibus, de cada una de las dos personas (casi personajes): el trayecto de las palabras, de las imágenes, del vehículo sobre las calles y de las miradas a través de las ventanillas, era curvo, no recto. O mejor: curvilíneo, no rectilíneo. Lo dejo apuntado como algo enigmático, pero también bastante adecuado a la realidad de los ómnibus urbanos, sobre todo de los que llegan hasta los barrios más extremos de la ciudad: doblan, siguen, vuelven a doblar, y sobre todo si quien mira es alguien que está llegando no necesariamente por primera vez, pero sí esta vez para quedarse, para empezar algo, de modo casi fatal crean un movimiento circular en el ánimo del lector.
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Manos mágicas. Gandolfo demuestra todo su oficio de narrador en un libro que desafía las clasificaciones.

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