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 domingo, 09 de julio de 2006  
Panorama político
Los pingüinos superpoderosos

Mauricio Maronna / La Capital

Si alguien creía que el promocionado y exitoso estilo K era propiedad exclusiva del presidente de la Nación, por estos días habrá comprendido que vivió equivocado. Estridente, glamorosa, efectiva, vanidosa y manejando las palabras como un espadachín virtuoso las pendencias, Cristina Fernández de Kirchner se paró en el centro del escenario político y les dio entidad a aquellas palabras pronunciadas antes del 25 de mayo de 2003: "No seré ninguna primera dama, en todo caso me constituiré en la primera ciudadana".

Quienes vislumbraron a la Copa del Mundo como una densa cortina de humo, que el oficialismo utilizaría para ir a fondo con dos proyectos de ley cuestionados, sinuosos y poco condescendientes con un país que desea dejar atrás la democracia de baja intensidad, también hicieron una lectura equivocada.

Pese a la eliminación del anémico seleccionado argentino, el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, primero, y la esposa del presidente, después, se plantaron para que los superpoderes y la reglamentación de los decretos de necesidad y urgencia (DNU) sean realidad en pleno mes de julio.

El escenario elegido para la exposición de ambos y, fundamentalmente, los resultados constituyen un fresco contundente que pinta la realidad. La mayoría oficialista en la Cámara alta permitirá superar sin sorpresas las cuestiones de números para que luego, en Diputados, las iniciativas se conviertan en ley.

Con un pragmatismo típicamente peronista, Fernández centró su defensa en el mantenimiento y ampliación de los superpoderes escudándose en el pasado que condena por igual a radicales, justicialistas, aliancistas, partidos provinciales y municipales.

Ni la frondosa mayoría parlamentaria ni la salida de la emergencia económica de la que se jacta el gobierno significaron barreras para la justificación verbal: "Hacemos esto porque tenemos que gobernar".

A las arbitrariedades de Carlos Menem a la hora de premiar con ATN a provincias afines en lo político le siguió la Alianza, que no tuvo empacho en emparentar ese manejo discrecional con razones de "gobernabilidad".

Y Fernández, que pasó por el menemismo, el duhaldismo y el cavallismo hasta recalar en el kirchnerismo (una paleta de "ismos" francamente envidiable) no tuvo empacho en recordar esos antecedentes como si se tratara del personaje principal de la película finlandesa "Un hombre sin pasado".

Con una oposición atomizada, raquítica y sin voces con peso específico propio (Rodolfo Terragno y Rubén Giustiniani constituyen, en todo caso, la excepción que confirma la regla) y senadores oficialistas que ya aprendieron su nimio rol de notarios, la Casa Rosada avanza sin pudor en todos y cada uno de sus objetivos.

La exposición del jueves de Cristina Fernández constituyó un mojón en la historia legislativa del país. Se tomó casi dos horas y media para fundamentar la reglamentación de los DNU. En rigor, el monopolio de la palabra en ese lapso tuvo una motivación excluyente: su cambio de posición respecto a lo que sustentó en el 2002.

En ese momento, sostenía que si desde la fecha del dictamen de la comisión respectiva que aconsejara el rechazo o el aval de un decreto, pasaran 30 días sin que el Congreso se pronunciara a favor o en contra, el decreto caería y su contenido perdería viabilidad. Lo que defendió entre el jueves y el viernes de madrugada no establece un plazo cierto para que el Parlamento se expida, y garantiza la vigencia en el tiempo de los decretos mientras no sean rechazados. "Todo se construye y se destruye tan rápidamente que no puedo dejar de sonreír", escribió Charly García.

Giustiniani no olvidará jamás esa sesión en la que Cristina lo acusó de "mala fe" y lo puso como blanco preferido de palabras que salían más envenenadas que un centro de Zidane. Tampoco lo obviará quien se atrevió a leer las más de cien carillas de la versión taquigráfica.

Una de las tantas perlas de la sesión se deja ver en la página 51 de la transcripción. Cuando la senadora por Buenos Aires trataba sin éxito de encontrar el recorte de un diario que reproducía declaraciones del socialista sobre los superpoderes, el rosarino quiso facilitarle la tarea. "Siga hablando que se lo alcanzo", se ofreció. "Alcáncemelo querido. Venga, no tenga miedo... No soy mala. Es que para seguir hablando debo verlo, porque es un estudio del Partido Socialista...". En el recinto, el aire se cortaba en rodajas.

Pareció cortarse también la idílica relación que muchos ven entre la Casa Rosada y el oficialismo rosarino. Ni lerda ni perezosa la senadora recorrió todas las obras anunciadas para la ciudad mediante decretos, antes de hacer el enésimo mohín y bramar: "¡Un poco de honestidad, Giustiniani!".

Los teléfonos de las redacciones de los medios santafesinos comenzaron a repiquetear. Dirigentes justicialistas que presenciaban el debate, emocionados por lo que veían y escuchaban, querían dar una primicia que no era tal. Desde las pantallas de Canal 7 se había dispuesto el levantamiento de los programas de la media tarde para reemplazarlos por la exposición de la volcánica Cristina.

Eso sí, cuando su pieza oratoria terminó, el pobre Terragno apenas tuvo unos pocos minutos para que su argumentación fuera escuchada desde Ushuaia a La Quiaca.

El pecado de Giustiniani había sido declarar que Kirchner favoreció con un DNU a su provincia para poner en marcha algunas obras. Una basurita no es nada, pero en el ojo molesta mucho, dicen en los pueblos.

Los furtivos cazadores de señales políticas leyeron que detrás de la andanada de Cristina aparecía una nueva estrategia del gobierno para la provincia de Santa Fe.

"Se terminó el romance con los socialistas. Le quieren dar una prueba de amor a (Carlos) Reutemann para que se decida a pelear por la Gobernación contra (Hermes) Binner", dijo un allegado al santafesino, sesgando la interpretación.

Si bien es cierto que la tunda de la senadora contra el presidente del PS marca un punto de ruptura, sorprende (¿sorprende?) el silencio de radio del propio Binner, líder del partido en la provincia. Tampoco los radicales santafesinos gastaron las cuerdas vocales para salir en defensa de su aliado en el Frente Progresista. Es más, el viernes, una calificada autoridad del partido de Alem llevó agua para el molino ucerreísta: "Los socialistas se cortan solos y así les va. Acá (por Santa Fe) quieren hacer creer que no nos necesitan para ganar. ¿Y cómo van a hacer si el único territorio que manejan es Rosario?". El internismo de aldea ya no parece encontrar antibióticos eficaces para matar el virus.

Pero, más allá de las pulseadas santafesinas, la semana que pasó dejó flotando un peligroso método oficial para seguir en campaña permanente, aun cuando no haya adversarios que estén a la altura del conflicto. Como Carlos Menem en las vísperas de su reelección, los principales arietes del kirchnerismo han puesto al periodismo en el rol de oposición, más específicamente al diario La Nación.

A diferencia del riojano, Cristina Fernández no se quedó conforme con hacer una abstracción y atacó a periodistas, con nombre y apellido, que escribieron artículos que no fueron de su agrado. La necesidad de tener un enemigo permanente como estrategia política también debería tener límites. Aunque el poder apune, nadie tiene la alfombra roja pegada a sus zapatos hasta el fin de los días.

Lejos de calmar las aguas, el viernes, el presidente utilizó el atril del Salón Blanco de la Casa de Gobierno para castigar al periodismo y decir que hay muchos que "dan pena". Si la prensa independiente (apenas un iceberg con tantos medios oficialistas) es para el presidente una piedra en su zapato lo que debería hacer de una buena vez es dar a conocer la lista de 200 periodistas que, según se dijo, cobraban dinero sucio de la Side.

Sin ese gesto, todas las cantinelas se direccionan hacia un único objetivo que, además, ya tiene copyright: golpearse el pecho el día que sea reelecto y vanagloriarse diciendo que también le ganó al periodismo.


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Cristina Fernández de Kirchner.


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