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 domingo, 16 de abril de 2006  
Interiores - Tomarse un tiempo

Jorge Besso

Nada como el amor en la plenitud del enamoramiento para congelar el paso del tiempo donde las horas vuelan como minutos sin que haya fisuras por las que se filtre el aburrimiento, ni nubes que asomen a la incertidumbre. Los amantes no sólo son lo que son, sino que además están donde están. No se trata aquí de una obviedad, sino que en las vicisitudes del amor en más de una ocasión alguien se pregunta donde está el otro, a la par de advertir en un momento que él mismo se encuentra con la cabeza en otro sitio. Cuestión muy trabajosa la de estar con el cuerpo en un lugar, la cabeza en otra parte y el alma a la deriva. Todo lo contrario ocurre con los amantes del enamoramiento que aun teniendo los cuerpos en distintos lugares, juegan con la ilusión real de estar en la cabeza del otro y recíprocamente, con lo que el alma disfruta del sentimiento del arraigo al que no siempre tiene acceso por su esencia tan inasible.


Cabeza, cuerpo y alma
Es bien o mal sabido que cuerpo, cabeza y alma tienen una autonomía no sólo imposible de disolver, sino que además no es deseable de que desaparezca pues en tal caso nos habríamos convertidos en alguna clase de robot, de los que por cierto abundan. El caso es que la fisiología del cuerpo tiene su autonomía y si bien ayudan considerablemente las rutinas en comer, dormir y expulsar, abundan las alteraciones al respecto de modo que la autonomía corporal puede llegar a extremos muy complicados para el habitante de un cuerpo "liberado a su onda", llevándolo a no poder dormir a pesar del sueño inicial, o a no comer a pesar de una delgadez no buscada ni deseada. O bien a retener en exceso o a expulsar en demasía. Por su parte la cabeza, como dicen en España, va a su aire, que es como decir que uno de nuestros instrumentos más preciados es incontrolable con el inconveniente de que se trata precisamente de nuestro aparato de pensar y controlar.

Más que ninguna otra cosa los pensamientos van por los centros y los rincones que a ellos les placen, y en ocasiones más que frecuentes con independencia del que piensa al punto que la expresión "autor de los propios pensamientos", bien mirada, no deja de ser un optimismo desmesurado como todo optimismo. Finalmente, el alma es más bien imposible de comandar porque está en su naturaleza sentir, en caso contrario estamos frente a un desalmado, de los que abundan más que los robot. Pero el sentir del alma no es programable, ni tampoco configurable, por citar una operación de estos tiempos. En el mejor de los casos es educable, lo que no es poco, sobre todo si a la educación la guía el sentido de recordar que el otro también es un ser almado.

Cuando los amantes del enamoramiento salen de ese estado celestial que Freud comparaba y asimilaba a la hipnosis, cabeza, cuerpo y alma vuelvan a sus respectivas autonomías. En un momento invisible desaparece la telepatía con el otro con la consecuencia habitual de encontrarse pensando cosas distintas, al punto que mientras ella estuvo todo el día pensando en salir, él, en cambio, le comunica que vienen los muchachos a casa porque hay un partido imperdible. Naturalmente que en muchas ocasiones los ex- amantes del enamoramiento encuentran alternativas al "atolladero" (en eso consiste la posible salud mental) de forma que ella sale con sus amigas y amigos para al día siguiente pasar del desencuentro al encuentro. Respetando en este caso particular lo imperdible del partido, lo que seguramente tendrá su reciprocidad, ya que lo importante es que el otro no se transforme en imperdible en tanto la adicción es con toda probabilidad la peor salida del enamoramiento.

Frecuentemente los ex- amantes del enamoramiento desembocan en un punto un tanto extraño, jamás imaginado por los antiguos amantes cuando disfrutaban del amor top. Es cuando uno de los dos (es imposible una sincronización al respecto) le suelta al otro la frase tan temida: "Necesito un tiempo". Quien escucha la frase que tiene una tonalidad más bien seca, hace una traducción inmediata: fin del recorrido. Que se sepa no hay estadísticas al respecto de cuántos pedidos de tiempo prolongaron el tiempo del amor y cuántos terminaron con la historia, aunque la sensación es que éste último resultado es el más frecuente. Más allá de esta estadística imposible, lo interesante es el pedido de tiempo en sí mismo. El que pide tiempo logra un alivio frágil y efímero para entrar en un estado de "rumiación" cavilando la decisión que no puede tomar. El que espera queda sumido y sumergido en la ansiedad donde cabeza, cuerpo y alma conforman una sincronización negativa: todos en vilo.

La mayor parte de las cosas que pedimos tienen un cierto olor a neurosis, pero quizás ninguna tenga un aroma tan nítidamente neurótico como el pedido de tiempo. El que logra el tiempo solicitado por lo general se encuentra con que tiene más tiempo que capacidad de decidir, y el que espera la resolución del otro no tiene ni el tiempo que otorgó, ni la capacidad de decisión que regaló. Uno y otro, en cierto sentido se encuentran en el mismo laberinto de la neurosis. Mientras no se tome la decisión tenemos la ilusión de que todo es posible. Es que el humano es laberíntico por naturaleza, más allá de que haya especímenes que se precien de ser muy frontales, y que parecieran tener un alma con la aspereza del papel de lija. El laberinto de las cosas hace que muchas veces sea necesario tomarse un tiempo, sin caer en la tentación de pedírselo al otro. En cualquier caso, lo difícil es disponer de tiempo y lo fácil es que él disponga de nosotros. Recuerdo que de chico oía a los mayores decir de alguien: "Ese vive porque el aire es gratis". No es muy claro que el aire sea gratis, pero es muy seguro que el tiempo no lo es.
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