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domingo,
02 de
abril de
2006 |
El viaje del lector: La mistica y polvorienta Camboya
Aquí, el esplendor del pasado convive con la miseria del presente. Los habitantes son en su mayoría, jóvenes, bellos, cordiales y hospitalarios. Pueblo sufrido y resistente que quiere sobreponerse de las cíclicas invasiones que padeció a lo largo de los siglos, del antiguo dominio francés y de los 5 años del régimen de Pol Pot que terminó con 3.000.000 de ellos. Recorrerla es toda una experiencia, desde Phnom Penh hasta su interior atemporal que traslada a los escenarios de las películas de Oliver Stone: arrozales, bueyes de agua y campesinos que habitan los sembradíos con sombreros cónicos.
La capital es caótica, con amplias avenidas polvorientas, calientes, descuidadas, permanentemente recorridas por bicicletas y ciclomotores. Es fácil perderse allí o en sus numerosos mercados laberínticos y oscuros, surcados por angostos pasillos que separan tendeletes donde es posible encontrar casi de todo. La atmósfera es sofocante y la penumbra interior contrasta con la luz de afuera.
Tiene un Palacio Real donde se destaca un pabellón francés obsequiado al rey por Napoleón III que se ve exótico entre la exquisita arquitectura oriental. Hay museos que guardan la memoria del pasado remoto -el antropológico- y de uno más reciente y sangriento, el Tuol Sleng, donde huesos y calaveras guardados en armarios atestiguan el sacrificio inútil al que se sometió al pueblo.
Los mutilados son incalculables por la guerra y por las minas de tierra que sembró a su paso el khmer rouge y que aún quedan.
La colina que da nombre a la ciudad tiene en su cima un concurrido templo budista donde venden pajaritos... para que sean liberados.
La confluencia de los ríos Tonlé Sap y Mekong es la zona más pintoresca, tiene numerosos barcitos casi coquetos en la vereda, al sol, hotelitos modestos y prolijos y parroquianos frecuentes.
A lo lejos se ve el puente donado por Japón, destruido por los bombardeos de Estados Unidos y reconstruido recientemente.
Los pocos ancianos sobrevivientes aún mascan nueces de betel que fortalecen y también ennegrecen los dientes.
El país tiene el mayor reservorio de agua dulce del sudeste asiático, el lago Tonlé Sap, verdadera ciudadela flotante con sus talleres, escuelas, mercados e iglesia. Allí pude ver una mudanza: un remolcador arrastraba una vivienda completa, con plantas y perros durmiendo en las galerías para buscar una mejor ubicación.
Vale la pena visitar la fábrica de seda natural donde se elabora la tela artesanalmente, desde las hebras a la tintura con sustancias vegetales. El resultado es deslumbrante.
El justificado orgullo de Camboya es sin duda Angkor Vat, presente en su bandera y nombre de la suave cerveza local. Es Patrimonio de la Humanidad y lleva media docena de días recorrerlo completamente. Está compuesto por templos y palacios, algunos budistas y otros hindúes.
Me impresionó Ta Prohm, perdido en una selva de ficus descomunales cuyas raíces se entrelazan con las piedras y parecen patas de dinosaurios. Sombrío, silencioso, en el frío amanecer sólo se escucha el viento y el chillido de los monos. La atmósfera es atemporal y mística, produce una profunda y perdurable impresión.
El Bayón tiene unos bellísimos bajorrelieves en los que se narra la historia de la etnia khmer, éxodos, guerras, invasiones, vida cotidiana. Las figuras son tan elocuentes que sobran las explicaciones.
La "joya de la corona", alejada del resto, es Banteay Srei, dedicado a la diosa hindú de la fertilidad. En perfecto estado, pequeño, con filigranas de piedra coronando los templetes y circundado por un canal en cuyas aguas flotan lotos multicolores.
Mi última imagen de este país increíble es la silueta de Angkor Vat surgiendo entre la fría niebla del amanecer y algunas túnicas azafrán deslizándose silenciosas a la distancia.
Ana María Stagetti
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Fotos
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Ta Prohm se pierde entre las raíces que se mezclan con las piedras.
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