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domingo,
02 de
abril de
2006 |
OPINION
El pasajero encanto de las soluciones simples
Hernán Lascano / La Capital
A dos años exactos de su conmovedora primera marcha frente al Congreso las cosas se ven distintas. Ese fenómeno de masas que encarnó Juan Carlos Blumberg en su prédica contra la inseguridad fue decayendo tanto como el entusiasmo por ese hombre quebrantado por su tragedia personal, tanto más ponderado por no provenir del campo público, de la política, sino del ámbito doméstico, ese territorio de apariencia incontaminada de motivaciones mezquinas, por ello más genuino en el reclamo, más justo y más irreprochable.
A dos años exactos de aquel liderazgo espontáneo sobre millares de personas asustadas razonablemente por la inseguridad, no sólo las cosas se ven distintas: también pueden decirse. Discutir, desconfiar y discrepar con Blumberg y su programa de soluciones parecía en aquel abril de 2004 un acto de negación a la existencia del delito y, más aún, de insensibilidad ante el drama de un padre privado violentamente de su hijo. Intentar debatir con Blumberg y sus defensores era exponerse a la irritación y al desafuero.
Pareciera que el precio, altísimo, de que aquel hastío contra la inseguridad pudiera expresarse debía ser renunciar a toda discusión civil e institucional razonable de las propuestas de Blumberg, que tomaba lista a los legisladores en el Congreso, aporreaba a funcionarios personalmente o por la prensa e instaba a pronunciarse a unos y otros con multitudes callejeras como cuartel de reserva de sus ideas.
Pasó con los que iban a las marchas de Blumberg. Como pasó con los que pedían que se fueran todos en el 2001 para terminar votando los mismos nombres propios en el siguiente turno, o los que caceroleaban o rompían vidrios en los bancos de los depósitos acorralados y hoy atestan los mismos mostradores para depositar a plazo fijo. Esas multitudes que parecen dar la vida por un ideal de coyuntura duran lo que un gemido. Pero los efectos de los clivajes de su humor político nos quedan.
Como nos quedan, por ejemplo, las reformas introducidas al Código Penal por la eclosión Blumberg. Las consecuencias de haberlas aprobado casi a libro cerrado se ven continuamente. La semana pasada la Cámara del Crimen porteña declaró inconstitucional una que agravó las penas a personas juzgadas si tenían antecedentes por delitos cometidos con armas de fuego. En Rosario ya se vio que otra parte de esa reforma a las apuradas permitió el año pasado, por un efecto imprevisto, acelerar la excarcelación de personas que habían cometido ilícitos si no se encontraba el arma utilizada en el delito, por más que hubiera reconocimientos idóneos de esas personas. Típico tiro por la culata de una iniciativa sacada a los ponchazos.
En los momentos de mayor efervescencia pública, vale tener en cuenta el carácter efímero de los fervores de las multitudes de la clase media argentina, para tomar de allí la valentía que -a veces- exige no tolerar con un silencio demagógico proyectos que se proponen como soluciones sin resolver nada. Buena parte de los que firmaron el petitorio Blumberg lo hicieron identificados con su dolor legítimo por el asesinato de Axel, pero sin tener remota idea de qué cambios proponía un hombre que no sólo no era especialista en seguridad pública sino que reconocía que hasta el crimen de su hijo ni siquiera leía los diarios.
El endurecimiento de las penas, de las preventivas y de las excarcelaciones robustece una idea pobre y poco original: que la represión y el encierro pueden ser solución eficaz para una sociedad que no garantiza trabajo, educación, estabilidad y porvenir a millones de sus pobladores. Las leyes Blumberg van al fracaso porque, sin atender la causa del problema, no apuntan a la inseguridad sino a una parte de ella: la que sufren los que están incluidos en la sociedad. Esta fue una reforma concebida para los que, como canta el ahora hiperpopular Sabina, "tenemos el lujo de no tener hambre". Dejar de ver a los que sí la tienen como fuente de molestia y advertirlos como compatriotas con derecho al futuro es el camino para un combate serio contra la inseguridad. Que, por supuesto, es menos simplista que corregir algunas normas y exige de los incluidos un compromiso distinto al de un estado de ánimo pasajero.
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