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 domingo, 12 de septiembre de 2004

Reportaje
Edgardo Cozarinsky: "El pasado es una reserva"
El cineasta y escritor investigó la historia de la prostitución en Rosario y Granadero Baigorria para documentar su novela "El rufián moldavo"

Fernando Toloza / La Capital

Edgardo Cozarinsky pasó por Rosario para una charla sobre el tema de los viajes en su obra literaria y cinematográfica el lunes pasado, presentado por el escritor catalán Jorge Carrión en el Centro Cultural Parque de España. De alguna manera, el escritor volvió sobre sus pasos a la ciudad donde el año pasado estuvo para recorrer geográficamente el terreno de su nueva ficción, la novela "El rufián moldavo", en la que se anudan tres historias: la del tango; la de la prostitución regenteada por proxenetas judíos y la del teatro idish en la Argentina.

"El rufián moldavo" transcurre entre París, Buenos Aires, Ingeniero White, Rosario y Granadero Baigorria. En la última localidad, el joven protagonista de la novela encuentra el último rastro de la trata de blancas en manos judías, y una pista que halla más de una interpretación, definiendo las relaciones contradictorias que suele haber entre pasado y presente.

Cozarinsky nació en 1939 en Buenos Aires. En 1974 se trasladó a Francia, donde residió en forma permanente hasta hace unos años, cuando decidió pasar la mitad del año en la Argentina. Entre sus libros de destacan el pionero "Borges y el cine", que reveló la importancia del séptimo arte en la obra narrativa de Borges, y "Vudú urbano", un libro de ficciones que fue prologado por Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante. En cine, sus realizaciones superan la decena y es un director inclasificable, que se mueve con comodidad entre la ficción y el documental, como muestran, entre otros, "La guerra de un solo hombre" y "El cine de Cahiers".

-¿Qué conocimiento tiene de Granadero Baigorria, más allá de la parte que aparece en su novela "El rufián moldavo"?

-La conozco como referencia a través de los libros sobre la prostitución en los años 20 y 30. Era famoso, cuando todavía se llamaba Paganini, como el lugar en el que fueron a parar dos cosas: el juego y la prostitución cuando las campañas policiales de moralización las desalojaron de Rosario en los años 1930-1931. Fue como el último reducto, como el nido de águilas donde tuvieron unos años de supervivencia, de caída, ya sin los fastos del Madame Safó ni de la calle Pichincha. Era un último pulmón de la mala vida, y digo mala vida por supuesto que sin ninguna connotación moral.

-¿Lo atrajo el hecho de que la prostitución estuviese aparte?

-Me fascinaba que fuese un pueblo, de alguna manera como los pueblos de los buscadores de oro en Alaska, donde había juego y prostitución, aspectos de alguna manera marginados de la vida respetable. Era como decían en las ciudades norteamericanas, "el otro lado de las vías", donde estaban las cosas prohibidas. Fui a Granadero Baigorria en enero de 2003. Recorrí mucho el pueblo y me llamó la atención el espacio que ocupan los cementerios con respecto a la población: es un poco desproporcionado. Busqué ese cementerio judío abandonado, prohibido, clausurado. Iba con la idea que estaba desarrollando en la novela, porque no soy un reporter ni un documentalista, alguien que va a captar la realidad con una mirada totalmente abierta. Al contrario, voy a buscar algo, pero después dejo que las cosas vengan a mi encuentro, que las cosas me desvíen, me desorienten.

-¿Vino a Rosario, además de pasar por Granadero Baigorria, a investigar para la novela?

-Sí. Estuve en Rosario esa noche pero no quise quedarme en el centro y me fui al ex (barrio) Sunchales. Para mí Sunchales estaba asociado desde siempre a una idea de mala vida porque lo había oído mencionado por la familia entrerriana de mi padre. No es que en Entre Ríos no hubiese prostíbulos pero no tenían el lujo de los de Rosario. Por otro lado, me hice amigo muy joven de Beatriz Guido, la escritora rosarina nacida en 1924. Ella me contó que su madre cuando veía a una mujer que no le parecía "trigo limpio", hablando con el vocabulario de la época, decía "para mí que ésta viene de Sunchales".

-¿Qué es para usted el pasado?

-Es como una reserva ecológica donde puedo elaborar muy libremente ciertas cosas porque no las siento tan ligadas a algo que me molesta en el presente.

-¿Extraña algo del pasado?

-No extraño nada del pasado. Me gustaría ser joven, hoy, en la Argentina de hoy. Trabajar con el presente me resulta muy difícil, por un lado me parece demasiado horrible, y hablo de la parte política y económica. Y por otro lado, tengo una gran admiración por la gente joven de hoy, por lo libres que son, pero no podría trabajar con ellos porque no estoy en la misma longitud de onda. No extraño nada del pasado en términos personales. Me extraño a mí mismo, me gustaría tener 20 años hoy, pero no añoro el tiempo en que yo tenía 20 años, que me parece horrible por la estrechez ideológica, el miedo a salir a la calle, el miedo a que te llevaran preso por tener el pelo un poco largo.

-Usted tuvo un papel importante en destacar la influencia de Borges en la cultura con su libro "Borges y el cine". ¿Dónde le parece que se encuentra la influencia de ese escritor hoy?

-En todas partes y en ninguna. Es imposible estar fuera de ella y al mismo tiempo está tan diluida que casi no se nota.

-¿Lo conoció a Borges?

-Lo conocí cuando yo era muy joven. En la calle Viamonte las librerías eran un centro de vida intelectual, además estaba la sede de (la revista) Sur, la Facultad de Filosofía y Letras, y galerías. Yo iba mucho a la librería Letras cuando tenía 15 años y ahí me quedaba horas a leer, gracias a la amistad de los libreros, los libros que no podía comprar. Borges iba a menudo a Letras y yo lo veía y aprendí a conocerlo. Después él pasó a ser profesor de Literatura Inglesa en la Facultad cuando yo era alumno. A partir de 1959 vino mi amistad con Adolfo Bioy Casares, que me permitió tener otra visión de Borges. Publiqué una nota sobre "Guirnalda con amores" y Bioy me invitó a comer a su casa. Llegué y me encontré con una mesa para cuatro personas: Bioy, Silvina Ocampo, Borges y yo. No abrí la boca en toda la noche porque estaba muerto de miedo.

-¿Es cierto que en la casa de Bioy se iba a "ayunar", como decían sus amigos, por la escasez de comida?

-(Risas) No se iba a "ayunar" pero se comía muy frugalmente. Bioy era de una cortesía, de unos modales tan exquisitos, que al darse cuenta de que yo estaba totalmente abatatado inventaba conversaciones para hacerme intervenir, pero yo no podía decir más que "sí", "tiene razón", porque estaba muerto de miedo.

-Inglés, francés, español, ¿cuál es su lengua de escritura?

-Mi idioma es y será siempre el español. Lo del inglés surgió con "Vudú urbano". Venía de años de negarme la posibilidad de escribir porque no me tenía confianza, todo me parecía chirle, sin interés. Desde chico arrastraba un problema con el español. Fui a una escuela bilingüe y lo que me daban para leer en español, cosas como "Platero y yo", no me interesaba para nada. En inglés, en cambio, tenía libros como "La isla del tesoro", que me apasionaban. Visto a la distancia, hoy puedo ver que en forma muy temprana el inglés se había transformado para mí en el idioma de lo imaginario, de la ficción, de lo novelesco. El castellano era la vida cotidiana y, a lo sumo, algo de seudopoesía que me daba en el forro de las pelotas. Cuando un año después de llegar a París sentí que tenía algo para escribir, hacer las cuentas con la experiencia de trasplante que había hecho, lo empecé a realizar en inglés. Me salía más fácil y eso que mi inglés no era perfecto para nada. Necesité pasar por ese momento del inglés para poder reconquistar el castellano.

-¿Cómo tomó la comunidad judía "El rufián moldavo", donde se habla de rufianes y pupilas judías, con sinagogas falsas?

-No sé si lo han leído. A la gente que se me acercó le gustó y lo han sentido como un homenaje al teatro idisch, que yo nunca conocí y que está más inventado que Sunchales y Granadero Baigorria, porque allí por lo menos pude caminar por el lugar geográfico. En un momento tuve miedo de que el libro fuese leído como una novela antisemita por recordar el papel que una parte de la comunidad judía había tenido en la trata de blancas con la Zwi Migdal, pero no hubo ninguna reacción, como tampoco por la crítica de que la mujer es vista en la tradición judía como una mercadería. Creo que los lectores que se me acercaron tomaron la historia de recuperación del teatro en idisch, esa cosa del teatro "berreta", hecha con pocos elementos viejos, y la idea de belleza que para mí anida allí.

-¿Se puede definir su obra literaria como un cruce entre Paul Bowles, a quien visitó en Tánger, y Roland Barthes, con quien estudió?

-Creo que no. Lo que me llevó a Paul Bowles fue una curiosidad mundana. En cuanto a Barthes, ha tenido algunas fórmulas que me han interesado mucho: por ejemplo eso de que el "robo" es la única forma de escapar del lenguaje de la burguesía y la idea de se escribe desde la enfermedad. En forma general, donde el yo podía ser cualquier escritor, Barthes decía: "Si estoy sano no tengo ganas de escribir; si estoy loco, no tengo la capacidad. Desde dónde escribo; desde la enfermedad, desde la neurosis; ni desde la salud ni desde la locura, sino desde ese estado intermedio". Si estás en mala relación con el mundo, te ponés a escribir.

-Entonces toda las obras nacen de la desdicha.

-No sé si de la infelicidad pero sí del deseo insatisfecho.

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Cozarinsky vive en Francia y en Argentina.

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