Miguel Pisano / Ovación
"Santa Teresa es de Central", exageraba un trapo colgado en la platea alta del río, con esos exabruptos tan propios de la Pampa Gringa. El reloj apenas había pasado un par de minutos de las 20 cuando la inconfundible figura de Horacio Carbonari emergió como un gigante del túnel del tiempo y el monstruo de 30 mil cabezas rugió como un león en celo, en medio de los fuegos artificiales, el humo azul y amarillo y la fiesta del pueblo canalla. Un metro 90 grosso, la infaltable camiseta fuera del pantalón, un pibe con la auriazul tomado de su mano derecha y la pinta de siempre, Petaco volvió a su primer amor, luego de un interregno de cinco años. El defensor canalla jugó con la sobriedad y solvencia acostumbradas, aunque esta vez el técnico Miguel Angel Russo eligió ponerlo como segundo marcador central y jugó más contenido, seguramente con el objetivo de que el Cata Díaz fuera el último hombre en virtud de su mayor ritmo de competencia. Así, Petaco sólo pasó la mitad de la cancha para ir a cabecear las pelotas paradas mientras el partido estuvo sin goles o cuando Central presionaba bien adelante, aunque esta vez no dispuso de ningún tiro libre cerca del área y el grandote de Santa Teresa no tuvo ocasión de pegarle como en el golazo contra San Lorenzo. Hombre de experiencia y referente indiscutido del plantel canalla, el capitán habló toda la noche con el árbitro Roberto Ruscio, quien omitió cobrar varias faltas a favor de Central y dejó seguir dos claras manos visitantes. Además, Petaco ordenó continuamente a sus compañeros, como para recordar que el fútbol es un juego donde la comunicación juega un papel fundamental. La gente jugó un partido aparte porque alentó al equipo en forma conmovedora durante toda la noche y tuvo un apoyo especial hacia Petaco, al punto de ovacionarlo y aplaudirlo en cada pelota que recuperaba, como cuando fue al piso por la izquierda y cortó un avance a los 42'. Idolo por donde se lo mire como pocos, Petaco goza del extraño privilegio que el hincha sólo concede a los elegidos, al extremos de aplaudir cada una de sus intervenciones, que culminaron a los 70' con el clásico coreo de su sobrenombre hecho bandera. El Gigante explotó en el orgasmo del golazo del Loncho Ferrari y las 30 mil almas se treparon virtualmente a la montaña rusa de la alegría de los jugadores y entre ambos defendieron la diferencia con uñas y cantos hasta ese dorado final, que los encontró comulgando en el mejor carnaval canalla, la noche soñada en la que Carbonari volvió a Arroyito. Perdón, Petaco, que como Pichuco, siempre está volviendo.
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