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 domingo, 11 de diciembre de 2005  
[Color local] - Un libro rastrea la historia de barrio Saladillo
Los modos de una fiesta popular
"Del ocio a la fábrica" rastrea los orígenes de una de las zonas más importantesde Rosario. Aquíse ofrece un fragmento, sobre la celebración del antiguo carnaval

Diego P. Roldán

El carnaval comenzó a celebrarse en Barrio Saladillo a mediados de la década de 1910. Por entonces, la larga batalla por el carnaval, en términos de su sentido festivo y su metodología de celebración, podía relativamente contabilizarse entre las victorias de la élite. La lucha librada por este sector, durante la segunda mitad del siglo XIX, con el fin de imponer una concepción determinada de la organización y el funcionamiento de los carnavales, que se entroncaba con sus cosmovisiones del orden urbano, social y laboral, contaba con un éxito notable, aunque, todavía parcial.

Mijail Bajtín ha sindicado al carnaval como una institución medieval en la que el pueblo se expresaba a través de estallidos de risa, mediante la ironía descargada sobre el mundo. Sin dudas, el componente central de las celebraciones era la carcajada rabelesiana que ponía en cuestión los cimientos del orden social, reconfigurando momentáneamente las jerarquías en una suerte de farsa que interpretaba, a su modo, la totalidad de la sociedad. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la élite rosarina cuidó celosamente que este tipo de teatralización de la autoridad no desplegara su conjura hilarante con total libertad. Ricardo Falcón ha señalado que en el marco de las fiestas carnavalescas, diseñadas en acuerdo a la cosmovisión de la élite, el principio de generalidad, que señalaba que todos podían reír, se sostuvo, aunque el principio de universalidad, que establecía que todo era pasible de ridiculización, fue notoriamente cercenado.

La élite asentada en un espacio social inestable, sumida en el proceso de integración de la ciudad puerto de Rosario a la división internacional del trabajo que proponía el capitalismo imperialista, encontraba su hegemonía constantemente amenazada e instalada sobre un terreno aún endeble y efímero. Su imaginario, donde la incertidumbre tenía un peso considerable, comprendía perfectamente el potencial significado revulsivo de las fiestas del carnaval. Estos juegos tenían una capacidad temible para embrollar el orden, convertirlo en objeto de burla e invertirlo simbólicamente. Los carnavales se tornaban, así, en la antesala del derrocamiento, la caída y la reinvención de la dominación. Eran también, la exhibición desenfadada e irónica, la representación satírica de las desigualdades, de los conflictos y de las injusticias sociales.

Durante el siglo XIX, un enfrentamiento capital comprometió a la élite en la cruzada por imponer la sensibilidad civilizada a la cultura de los sectores populares, caracterizada, por la propia élite, como endemoniadamente bárbara. Esta lucha por el sentido implicó, entre otras cuestiones, la restricción de la risa. Los sectores populares no podían mofarse de quienes debían infundirles temor y respeto: los depositarios del poder. Por otra parte, era imposible que el juego se complementara con el trabajo, la diversión tornaba a la labor improductiva e ineficaz. Los festejos se convirtieron en espectáculos, el capitalismo sólo permite y avala pasatiempos moderados, que no atenten contra el orden y la propiedad. Los carnavales, consecuentemente, se constituyeron, desde fines del XIX y durante las primeras décadas del XX, en una arena de lucha que terminó por amoldar la fiesta a las necesidades de reproducción de una sociedad capitalista y a la cosmovisión de la élite. Se sofrenaron los excesos de la incultura, a través de dispositivos de disciplinamiento que incluían la violencia física y simbólica. Del mismo modo, se permitió una expansión festiva hegemonizada por la élite, en la cual los sectores populares, a lo sumo, podían desempeñar un tímido rol de espectadores. Se trataba de regular prácticas e infundir hábitos que reclamaba la nueva trama de la configuración social. La celebración del carnaval, en lugar de ser el momento de cuestionamiento del orden, ensayaba fórmulas para convertirse en la afirmación más cabal de su perdurabilidad.

En este clima regulado y pautado, se desenvolvieron las celebraciones de Saladillo, que ampliaban el radio de los carnavales, regulados por el municipio y protagonizados por las élites, hacia los suburbios. Sin embargo, el barrio elegido para la expansión veraniega había sido caracterizado desde hacía años como faubourg aristocrático. Las fiestas necesariamente debían contar con la autorización del ente municipal y se desarrollaban en gran armonía, bajo la tutela y la atenta vigilancia de las fuerzas del orden dispuestas por el Jefe Político. Las carnestolendas de Saladillo se convirtieron velozmente en un ejemplo acabado de los métodos civilizados preparados para la celebración, y que la élite deseaba imponer como parámetro hegemónico.

El rol de distinción social que implicaba participar de los desfiles, pasar con el coche u ocupar un lugar en los palcos ha sido recalcado en un sinfín de artículos periodísticos. Aunque, incluso allí donde la civilización había triunfado-barrio en el que el carnaval se realizaba en estricto cumplimiento de las ordenanzas municipales-, entre los propios miembros de la élite las connotaciones sexuales del juego carnavalesco irrumpían. Estaba claramente presente la relación de las máscaras con los hombres, una galantería civilizada, pero donde el novio podía ser olvidado por un día y las jóvenes entregarse a los encantos de la seducción. El carnaval, pese a todas sus constricciones, seguía siendo un momento excepcional en cuyo marco algunas conductas usualmente concebidas como impropias lograban pasar inadvertidas.

Las Comisiones Vecinales del barrio y luego las más específicas Comisiones de los Corsos de Saladillo tuvieron a su cargo la organización de las fiestas, entre 1917 y 1930. Los pedidos de permiso resucitaban todos los años fórmulas marchitas. Asimismo, los nombres de los vecinos destacados del barrio se reiteraban año tras año. Estos habitantes distinguidos, todos miembros de la élite, tuvieron vinculación directa con ciertas instituciones que tornaban palpable su perfil social: el gobierno municipal, el Banco Hogar Argentino, la administración de Ferrocarriles, el Jockey Club, el Club Social, entre otras. Por otra parte, la alcurnia de la nómina de promotores del carnaval era refrendada por las propias festividades. El contorno aristocrático de las familias que asistían a los carnavales de Saladillo ha sido objeto de extensos relatos por parte de la prensa local. Los corsos eran habitualmente completados por graciosos bailes que se llevaban a cabo en el Hotel de la Sociedad Anónima "El Saladillo" hasta el año 1917, cuando para esos efectos comenzó a disponerse de las instalaciones recientemente habilitadas del Club Saladillo, que en materia de elegancia nada tenían para envidiar al Hotel.

(...) A fines de la década de 1910 y en los primeros años de la siguiente, el Corso de Saladillo era una de las mayores atracciones caniculares de la élite. En los comentarios alrededor de su celebración se enfatiza, hasta el hartazgo, que los carnavales de Saladillo promovían una numerosa concurrencia, pero el gran número de aficionados a la diversión no ensombrecía el selecto, aristocrático y distinguido carácter de la fiesta. En el año 1926, al tradicional corso de Parque Independencia, al de Alberdi y al prototípico de Barrio Saladillo, se agregó el recientemente oficializado Carnaval de Barrio Arroyito. De este año, he recabado las cifras correspondientes a las recaudaciones de cada uno de los espectáculos y, sin lugar a dudas, estos datos certifican que, al menos durante la década de 1920, el corso de Saladillo fue el más exitoso de la ciudad.
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El esparcimiento. El café y restaurante de los Baños del Saladillo.

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