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 domingo, 11 de diciembre de 2005  
Interiores: celotipia

Jorge Besso

La pasión de los celos (celotipia) es algo que compartimos con algunos animales, en particular los domésticos más cercanos, como el caso de los perros capaces de demostrar la pasión celosa con la misma contundencia que los humanos que la padecen, o se la hacen padecer al otro. Es verdad que no todos sufren de celos y por lo tanto están libres de una de las peores pesadillas de la existencia, pero también es posible que sea cierto que hay una mayoría que siente celos en intensidades variables, y esto sin que tengamos estadísticas al respecto por parte de la Organización Mundial de la Salud.

Es que a la OMS le interesa mucho más el cuerpo (con un mínimo de pensamiento) que el alma, al igual que a los gobiernos, ya que en definitiva nunca desaparece la sospecha o la certeza de que después de todo el alma no debe existir, en tanto y en cuanto es inasible. No se la puede asir, ni mucho menos ver. Argumento por demás endeble respecto de la existencia del alma si se piensa que dicho déficit el alma lo comparte con Dios, ya que el Supremo es tan supremo que es imposible ver y tocar, y sin embargo millones de humanos creen en su existencia desde hace miles de años.

Más aún, si por un casual, el Supremo un día se apareciera por el planeta, muy probablemente empezaría a dejar de ser Dios, ya que al instante se dudaría de él, hasta que le espetaran: "No existís". Las dudas ocupan un lugar más que central en el mundo de los celos, punto en el que comenzamos a separarnos de los celos animales, ya que las susodichas dudas son exquisitamente humanas, y nutridas por sospechas más o menos interminables que carcomen el alma de los celosos de todos los sexos.

Los celos están emparentados con el delirio y en muchas ocasiones se produce un pasaje peligroso y es el que va de la sospecha a la certeza. En tal caso es posible que el sujeto esté en pleno delirio de leer en el otro hasta el más mínimo detalle que le permita saber, o mejor aún comprobar por donde anda el otro. Es decir con qué cuerpo y qué alma le pone los cuernos tan temidos. Como se sabe, estos son tiempos en que la comunicación está en el centro de la vida cotidiana. Desde los mail y el chateo, hasta los mensajes de texto, los humanos consumen, utilizan o pierden buena parte de su tiempo y de su turno en la existencia comunicándose, muchas veces sin entenderse, ya que no existe una lógica que pueda decir que a mayor comunicación, mayor entendimiento.

En tiempos no tan lejanos el obsesionado/a necesitaba de la contratación de un detective para seguir los pasos del otro. Hoy es posible inmiscuirse en el correo electrónico, recuperar mensajes de texto que no han sido borrados, o chatear con la persona amada munido de una identidad falsa, y concertar y concurrir a una cita con el amado o la amada quien en tal caso se va encontrar con la sorpresa de su vida.

Nada como los celos para ver los lazos posesivos del amor. Los celos son voraces en relación al cuerpo y al alma del otro, y corrosivos con respecto al alma propia. Usualmente los celos se dividen en:

u Los celos normales.

u Los celos patológicos.


El normal celoso o el celoso normal, que para el caso es lo mismo, vendría a ser alguien que aun inquietándose por la fidelidad del amor de su amor, no pierde su compostura, se las arregla como puede con sus preguntas que siempre quedan sin respuestas nítidas, y por lo tanto no busca en las respuestas del otro la tranquilidad que no tiene. Es bastante habitual vincular los celos con la inseguridad. La bendita o maldita inseguridad aparece como la explicación perfecta cuando alguien está en el lugar del celado, y no en el del celoso.
Está claro que al hablar de inseguridad se trata de sí mismo, ya que del otro no se está inseguro. Lisa y llanamente se sospecha con certeza de las actitudes o de las correrías de su pareja. El problema está en cuáles serían las raíces de la susodicha inseguridad. Y las respuestas parecen ordenarse en relación a las virtudes propias, entre ellas la capacidad de satisfacer al otro. Pero quizás estas explicaciones tienen más que ver con los propios fantasmas que con las inquietudes del partenaire, en el fondo siempre desconocidas.

Tal vez el costado menos comentado de los torturantes celos es el sesgo morboso que impregna la pasión del celoso o la celosa, en tanto y en cuanto muchas de las disputas disparadas por los celos suelen terminar en la cama con los disputantes envueltos en la pasión, muy lejos de una sexualidad tranqui y rutinaria. O por el contrario en una tragedia. Morbo en este caso es una referencia tanto a la excitación que va reemplazando al sufrimiento de los celosos, como a la enfermedad puesta en juego. En la triangulación amorosa los amantes bailan la danza del sufrimiento o de la felicidad según en qué vértice del triángulo se encuentren, de acuerdo a la lógica patológica de la posesión: en un turno tienen la certeza de que poseen al otro, en el otro turno o vértice, tienen la realidad de que son desposeídos por el otro.

Se pueden recordar los vaivenes al respecto en aquella taquillera película "Propuesta indecente", en la que Robert Redford compra a Demy Moore. Su esposo (Harrelson) la vende por una noche a condición de no preguntar, sin embargo le pregunta cómo le fue. Por lo tanto comienza el morbo y queda atrapado. Demy se libera, pero queda atrapada por Redford. El esposo la recompra. ¿Y ella? La incertidumbre va de un vértice al otro. El film tiene un final relativamente feliz. En la realidad suele ser muy distinto porque en las patologías de la posesión la incertidumbre es el veneno del alma. Y el alma envenenada huye a la certeza, mata y se mata.
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