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 sábado, 15 de octubre de 2005  
Reflexiones
Bush, una forma suicida de gobernar

Zbigniew Brzezinski (*)

Hace unos 60 años, Arnold Toynbee, en su monumental “Estudio de la Historia”, llegó a la conclusión de que la causa definitiva de la caída imperial era la “forma de gobernar suicida”. Tristemente para el lugar de George W. Bush en la historia pero —lo que es más importante— desgraciadamente para el futuro de Estados Unidos, parece que en los últimos tiempos esa sagaz expresión pudiera aplicarse a la política seguida por Estados Unidos desde el cataclismo del 11-S.

Aunque últimamente ha habido algunos indicios de que el gobierno podría empezar a reevaluar los objetivos, hasta ahora definidos en general mediante lemas, de su fracasada intervención militar en Irak, el discurso pronunciado por el presidente Bush el 6 de octubre representó un retroceso a las fórmulas demagógicas empleadas durante la campaña presidencial de 2004 para justificar la guerra que él empezó.

Esa guerra, promovida por un pequeño círculo de políticos por motivos aún no revelados del todo, promocionada entre el público mediante una retórica demagógica basada en afirmaciones falsas, ha resultado mucho más costosa en sangre y dinero de lo esperado. Ha despertado críticas en todo el mundo, mientras que en Oriente Próximo ha señalado a Estados Unidos como sucesor del imperialismo británico y aliado de Israel en la represión militar de los árabes. Justa o no, esa percepción se ha generalizado en todo el mundo islámico.

Sin embargo, ahora se necesita más que una reformulación de los objetivos estadounidenses en Irak. La persistente renuencia del gobierno a afrontar el trasfondo político de la amenaza terrorista ha reforzado entre los musulmanes la simpatía hacia los terroristas. El decir a los estadounidenses que los terroristas están motivados principalmente por un abstracto “odio a la libertad” y que sus actos son el reflejo de una profunda hostilidad cultural no es más que engañarse a uno mismo. Si fuera así, Estocolmo o Río de Janeiro correrían tanto riesgo como la ciudad de Nueva York. Pero además de los neoyorquinos, las principales víctimas de atentados terroristas graves han sido australianos en Bali, españoles en Madrid, israelíes en Tel Aviv, egipcios en el Sinaí y británicos en Londres.

Existe un nexo político evidente entre estos sucesos: los objetivos son los aliados y los Estados clientes de Estados Unidos en la cada vez más intensa intervención militar estadounidense en Oriente Próximo. Los terroristas no nacen, sino que los hacen los acontecimientos, las experiencias, las impresiones, los odios, los mitos étnicos, las memorias históricas, el fanatismo religioso y un lavado de cerebro deliberado. Los modelan también las imágenes que ven en televisión, y especialmente sus sentimientos de odio contra lo que perciben como una denigración embrutecedora de la dignidad de sus correligionarios por parte de extranjeros fuertemente armados. Un odio político profundamente intenso contra Estados Unidos, Reino Unido e Israel está atrayendo reclutas para el terrorismo no sólo en Oriente Próximo, sino en lugares tan lejanos como Etiopía, Marruecos, Pakistán, Indonesia e incluso el Caribe.

La capacidad estadounidense para hacer frente a la no proliferación nuclear también se ha visto mermada. El contraste entre el ataque a un Irak militarmente débil y el autocontrol de Estados Unidos frente a una Corea del Norte con armamento nuclear ha fortalecido entre los iraníes la convicción de que sólo pueden aumentar su seguridad con armas nucleares. Además, la reciente decisión estadounidense de colaborar en el programa nuclear de India, inducida en gran medida por el deseo de obtener el respaldo de ese país en la guerra en Irak y como protección contra China, ha hecho que Estados Unidos parezca un promotor selectivo de la proliferación de armas nucleares.

Este doble rasero complicará la búsqueda de una solución constructiva al problema nuclear iraní. Los problemas políticos de Estados Unidos se complican aún más por la degradación de su posición moral en el mundo. El país que durante décadas se opuso con firmeza a la represión política, la tortura y otras transgresiones de los derechos humanos se ha visto sancionando prácticas que difícilmente se pueden considerar de respeto a la dignidad humana. Aún más reprensible es el hecho de que el vergonzoso maltrato y/o tortura en Guantánamo y Abu Ghraib no lo revelara un gobierno indignado, sino los medios de comunicación estadounidenses. En respuesta, el gobierno se limitó a castigar a unos cuantos perpetradores de bajo nivel; ninguno de los máximos responsables civiles o militares del Departamento de Defensa y del Consejo de Seguridad Nacional que sancionaron los “interrogatorios bajo presión” (también denominados tortura) se vio obligado a dimitir, por no hablar de someterlos a la vergüenza pública y el enjuiciamiento. La oposición del gobierno a la Corte Penal Internacional parece ahora, retroactivamente, bastante interesada.

Por último, complicando el triste historial en política exterior se encuentran las tendencias económicas relacionadas con la guerra, con una escalada drástica del gasto en defensa y seguridad. El presupuesto del Departamento de Defensa y del Departamento de Seguridad Interior es ahora mayor que el presupuesto total de cualquier país, y es probable que siga aumentando incluso mientras el creciente déficit presupuestario y comercial transforma a Estados Unidos en el mayor deudor del mundo. Al mismo tiempo, los costes directos e indirectos de la guerra en Irak aumentan, incluso por encima de los pronósticos pesimistas de quienes desde el principio se opusieron a la guerra, convirtiendo las predicciones iniciales del gobierno en una burla. Cada dólar así gastado es un dólar que no se dedica a la inversión, a la innovación científica o a la educación, todas ellas de fundamental importancia para la primacía económica de Estados Unidos a largo plazo en un mundo fuertemente competitivo.

Debería ser una fuente de preocupación especial para los estadounidenses juiciosos el que hasta países conocidos por su tradicional afecto hacia Estados Unidos se hayan vuelto abiertamente críticos con la política estadounidense. Como consecuencia de ello, grandes partes del mundo —tanto en Asia Oriental como en Europa o Latinoamérica— exploran discretamente formas de crear asociaciones regionales más estrechas y menos vinculadas a la idea de cooperación transpacífica, transatlántica o hemisférica con Estados Unidos. El alejamiento geopolítico de Estados Unidos podría convertirse en una realidad duradera y amenazadora. Esa tendencia beneficiaría especialmente a los enemigos históricos o a los futuros rivales de Estados Unidos.

Sentadas en la banda y observando con desprecio la ineptitud de Estados Unidos están Rusia y China: Rusia, porque le encanta ver la hostilidad musulmana apartada de sí misma y dirigida contra Estados Unidos, a pesar de sus crímenes en Afganistán y Chechenia, y está ansiosa por atraer a Estados Unidos hacia una alianza antiislámica; China, porque sigue pacientemente el consejo de su antiguo maestro estratega, Sun Tzu, que enseñaba que la mejor manera de ganar es dejar que tu rival se derrote a sí mismo.

En un sentido muy real, durante los últimos cuatro años, el equipo de Bush ha estado mermando peligrosamente la posición en apariencia segura de Estados Unidos en la cima del poste totémico mundial, al transformar en debacle internacional un peligro en un principio manejable, aunque serio, y en gran medida regional. Está claro que, dado que Estados Unidos es extraordinariamente poderoso y rico, hasta puede permitirse, aunque por poco tiempo, una política articulada con exceso retórico y mantenida con ceguera histórica. Pero es probable que por el camino se quede aislado en un mundo hostil, cada vez más vulnerable a los atentados terroristas y menos capaz de ejercer una influencia mundial constructiva.

Remover con una vara un avispero mientras manifiestas a voz en grito que “mantendrás el rumbo” es una prueba de liderazgo catastrófico. Pero no tiene por qué serlo. Todavía es posible una verdadera corrección del rumbo, y podría empezar pronto con una modesta y racional iniciativa del presidente de atraer a los líderes demócratas del Congreso en un serio esfuerzo para establecer una política exterior bipartidista, en una nación cada vez más dividida y preocupada. En un escenario bipartidista, será más fácil no sólo reducir la definición de éxito en Irak, sino de hecho salir, quizá incluso el año que viene mismo. Y cuanto antes salga Estados Unidos, antes alcanzarán chiíes, kurdos y suníes un acuerdo político propio o prevalecerá por la fuerza una combinación de ellos.

Con una política exterior basada en el bipartidismo y después de dejar atrás Irak, también será más fácil forjar una política regional más amplia que se centre constructivamente en Irán y en el proceso de paz palestino-israelí, y al mismo tiempo restaurar la legitimidad del papel mundial estadounidense.

(*) Fue asesor de Seguridad Nacional del presidente estadounidense Jimmy Carter
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