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 miércoles, 17 de agosto de 2005  
Reflexiones
¿Con la reforma procesal no habrá más delitos?

Ramón Teodoro Ríos (*)

Se vuelve a hablar de la reforma procesal penal. No es para menos: la provincia aún resiste al juicio oral y público, mientras mueren en los Tribunales las causas penales tendientes a responsabilizar, por ciertos hechos de corrupción, a los poderosos.

La culpa de esta impunidad se atribuye, o bien a la ley del Congreso que debería precisar de una buena vez cuándo habrá o no prescripción, o bien a la indolencia de la Justicia que no resuelve los casos en tiempo razonable.

Sin embargo, alguno de esos procesos extinguidos llevaban más de diez años sin que pueda reprocharse a jueces y fiscales por la inefable mora transcurrida: trámite escrito, discontinuo y formalista; largas e inútiles resoluciones de procesamientos; traslados sucesivos por varios días a cada una de las muchas partes en cada uno de los incidentes y de las varias apelaciones promovidas. Ello, sumado al abarrotamiento del sistema y a la pobreza criminalística para esclarecer las investigaciones complejas, brindan como resultado un cóctel propicio a la ineficiencia y a la denegación de justicia.

Pero es necesario ser francos. Quien afirme que con un nuevo código penal o procesal terminará con la inseguridad y eliminará el delito, miente. Las reformas penales, sea incrementando las penas y originando un desquicio sistemático (como la improvisada por el Congreso a instancias de Blumberg), sea pretendiendo un proceso más rápido, eficiente y garantizador, nunca van a borrar de las estadísticas a la conducta antisocial, que se halla impresa en las entrañas mismas de la naturaleza caída de la humana condición.

Es que algunos adjudican a la ley penal el poder del legendario Rey Midas -quien convertía en oro cuanto tocaba- para transformar mágicamente, por su sola sanción, la realidad imperante. No es así. Ello quedó muy en claro en el Primer Encuentro Regional organizado por la Secretaría de Estado de Derechos Humanos de la Provincia en la ciudad de Santa Fe. En nuestros países latinoamericanos, con mucha población joven que vive ociosa, sin concurrir a la escuela y bajo el asedio del alcohol y la droga, el incremento de la violencia es una predicción inevitable.

Los datos y estadísticas de la ONU y el análisis coincidente de la interdisciplina confirman ciertas ecuaciones irrebatibles: si aumenta el desempleo y la inequidad en la distribución del ingreso; si disminuye el desarrollo humano y la educación; si se quebranta la solidez de la familia

-abandonando los hijos sin contención ni amparo-, habrá, inexorablemente, un desmesurado ascenso de la tasa de la delincuencia. Las políticas de marginación y exclusión social, la proliferación masiva de "chicos de la calle", la institucionalización descomedida de menores y el tránsito prematuro por las cárceles, conducen al único puerto de la multiplicación de la reincidencia y la agravación de la inseguridad ciudadana. "No se puede combatir el terror con más terror", dice Carlos Fuente; así sólo intensificamos el espiral de violencia.

Pero esto no significa prescindir de mejorar el proceso. No sólo el penal. Un médico internacionalmente prestigiado padece la tortura de siete años de litigio civil y afronta el pago de las costas; su demandante pleitea con beneficio de pobreza; ¿por qué en una audiencia y de una buena vez, presentadas las pruebas y oídas las partes con el asesoramiento letrado, el tribunal no pone punto final con el veredicto a su interminable angustia? ¿Por qué los juzgados suelen convertirse en área restringida y esotérica mientras los reales interesados se reducen a confiar, a pie juntillas, en lo que les trasmiten sus letrados que parecen haberse adueñados del conflicto? Ni Kafka puede entenderlo.

En el proceso penal, si se quiere una mayor eficacia y prevenir condenas internacionales que cuesten al país -además de nuestro desprestigio- cuantiosas sumas de dinero como reparación a los afectados en sus derechos humanos, hay que hacer modificaciones impostergables:

1) Disminuir el número de causas para atender debidamente las que merecen ser tramitadas. No se pueden perseguir por igual todos y cada uno de los delitos que se cometen -desde el hurto de una golosina en un supermercado a la millonaria coima de un corrupto funcionario público-, porque esta implacable modalidad no rige en ningún sistema que funcione cabalmente, desborda la capacidad operativa de los órganos de persecución penal y privilegia, en la práctica, la condenación por los hechos más leves y de sencilla investigación, en tanto propicia la impunidad de graves delitos de complejo esclarecimiento.

2) Conceder valor a los acuerdos del imputado con el fiscal y la víctima en los casos autorizados por la ley, siempre que medie el asesoramiento previo por su defensor, sobre todo, cuando apunten a la solución del conflicto (arrepentimiento, mediación, conciliación, reparación). El consenso descomprime la sobrecarga de los tribunales, permite definir la persecución penal en tiempo razonable, favorece la reinserción social del infractor y posibilita alguna satisfacción al damnificado por el hecho.

3) Hay que terminar con la visión que identifica al juez como responsable de la lucha contra el delito y la delincuencia, porque es incompatible con la imparcialidad exigida por el derecho internacional de los derechos humanos. Quien investiga no puede juzgar, como lo hacen nuestros jueces correccionales y de faltas. No más jueces de instrucción que preparen las acusaciones a los fiscales, porque, o el buen investigador -y enemigo de la criminalidad- neutraliza al buen juez, o el buen juez elimina al buen investigador. Por eso Perón comparaba al juez de instrucción con el antiguo sofá-cama: no es apto para dormir, ni sirve para sentarse.

4) En cambio, todo el ministerio público ha de convertirse, con suficientes fiscales distribuidos por distritos y de la mano de la criminalística y de una profesionalizada policía de investigación, en el eficiente estudio jurídico y científico de la acusación. Además la tutela judicial efectiva de la víctima exige conceder el derecho al ofendido a intervenir como querellante autónomo en cualquier proceso penal.

5) Después de una investigación informal -donde la declaración del imputado para contar con fuerza acriminadora debe haberse recibido previa entrevista con el defensor y en su presencia-, descartadas en el caso otras alternativas (por ejemplo, suspensión del juicio a prueba, procedimiento abreviado), el mismo fiscal abrirá con su acusación el juicio ante un tribunal donde se librará la discusión verbal. Si el autor hubiere sido aprehendido en flagrancia y no fuera necesaria mayor indagación, una vez proveído de un defensor, se lo trasladará con los elementos de convicción indispensables ante el tribunal donde, producida la prueba y cerrada la discusión, se dictará sentencia con fulminante celeridad.

6) Tanto el debate principal como todos los incidentes y recursos se sustanciarán oralmente, con el mínimo soporte escrito o informático, eliminando la actual y burocrática reiteración de actos, mostrando públicamente lo que estamos haciendo abogados, jueces y fiscales (y, también, en su caso, los jurados), para que el pueblo valore nuestras virtudes y defectos funcionales.

La reforma debe buscar sencillez, transparencia, abreviación del trámite, celeridad, eficacia, adaptación a la Constitución y a los derechos humanos. Pero no nos engañemos, es una empresa muy seria que no puede ser improvisada. Implica cambios profundos en la legislación contigua, exige un diagnóstico de factibilidades, demanda la provisión de medios indispensables, requiere la preparación de los operadores. Y, por sobre todo, se necesitará decisión política, cambio de mentalidad y de paradigma ideológico, así como programación, tiempo y esfuerzo para asumir sin traumatismos y paulatinamente la transformación propuesta. ¿Se seguirá insistiendo en la reforma?

(*) Miembro de la Sala II de la Cámara de Apelaciones en lo Penal de los Tribunales Provinciales de Rosario y profesor de la Universidad Católica Argentina
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