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 domingo, 31 de julio de 2005  
Lecturas
Tierra de pasiones moderadas
Narrativa. "El hombre que llegó a un pueblo", de Héctor Tizón. Editorial Alfaguara, Buenos Aires, 2005, 133 páginas, $25.

Carlos Roberto Morán / La Capital

"¿Somos lo que creemos ser o somos lo que los demás creen o quieren que seamos?", se pregunta el jujeño Héctor Tizón en el prólogo a la reedición de "El hombre que llegó a un pueblo", novela corta de 1988 que no tuvo la difusión que hubiese merecido en esa oportunidad. Porque, en efecto, se trata de un texto poético, de reflexión compleja, que amplía y enriquece la de por sí valiosa obra del autor de "La belleza del mundo".

Como en otros relatos posteriores a "La casa y el viento" (1984), el aquí comentado se muestra despojado de indicios concretos sobre la historia y hechos de contingencias, aunque el ambiente en el que transcurre, el ámbito, hasta se podría decir "el ánima", resultan intransferiblemente jujeños. El espacio geográfico, la soledad, la pobreza, el despojamiento, se entreveran con el personaje que arriba al pueblo donde sólo hay sobrevivientes sin esperanza ninguna.

Por error pero especialmente por una evidente necesidad, los vecinos confunden al recién llegado, un evadido de la cárcel y por lo tanto prófugo de la justicia, con el sacerdote que el pueblo aguarda desde hace tiempo y por eso en él prácticamente de inmediato comienzan a confiarle sus cuitas. Es inútil que el recién llegado intente poner las cosas en claro: "¡Un momento! Esperen. No soy el que ustedes dicen que soy". Hasta más explícitamente les advierte: "Escuchen, yo soy uno como ustedes, pero peor porque no tengo casa, estoy de paso y no sé para dónde". Pero, como se dijo, su intención de dejar las cosas aclaradas sólo sirven para confundir y para que el pueblo entero insista en el equívoco.

De manera que el recién llegado se instala en la iglesia abandonada y a poco andar se vuelve protagonista central de la vida del villorio, porque es quien "cura" las heridas espirituales, el que da respuestas precarias a quienes sólo tienen ante el sí el desamparo. Pero al pueblo perdido llegará el "progreso" en forma de la construcción de una también perdida carretera. El cura dejará de ser epicentro de las preocupaciones y quedará marginado al punto tal de que sólo una joven mujer, que se ha vuelto su amante, se volverá su única compañía, más dictada por la piedad que por el afecto.

La historia tendrá nuevas derivaciones, pero serán en definitiva el extrañamiento, la desazón, la idea de la pérdida, la que se impondrán como si se correspondieran con el paisaje de la desolación de la puna, como si allí no hubiera otro lugar más que para la melancolía, la pena, la nada.

"Nadie realmente es lo que cree ser", señaló Tizón. Ocurre con este impostor que se suma a la galería de personajes tizonianos que ocupan espacios que en principio aparecen reservados a otros.

El autor de "La mujer de Strasser" ha escrito en suma una corta novela, de lento desenvolvimiento y a la que le reserva un final sin estridencias. No puede sorprender, porque en sus libros de pasiones moderadas, diríase "apagados" porque Tizón ha sabido mixturar su escritura con lo que entrega el paisaje yermo, descubre a sus criaturas, devela sus pequeños misterios, los cubre de comprensión y los presenta desnudos, despojados de todo, ante sus lectores.
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