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 miércoles, 30 de junio de 2004

Atragantados por la noticia

Carlos Duclos

A poco que uno mire el paisaje urbano, verá que hay semblantes mustios, espaldas encorvadas, miradas melancólicas y perdidas en la nada de las baldosas. No son los años, son las penas que ocasiona el desamparo. Hay lectores de diarios que mientras desayunan en sus hogares o en esos bares que frecuentan cada mañana, antes de comenzar la jornada, quedan atragantados. Aquello que en París son deliciosas croissants, aquí en el subdesarrollo, por la magia negra de la bronca y la indignación, se convierte en una medialuna más parecida a una bomba de harina y levadura que otra cosa. ¿Para qué reiterar malas noticias? ¿Para qué cargar más peso sobre el espíritu del lector?

Sin embargo, y con las disculpas del caso, no se pueden obviar algunos informes, aunque éstos no contribuyan a ese solaz tan deseado como lejos de la vida argentina. Tan lejos que parece una de esas dichas que Huxley crea en “Un mundo feliz”. Un trabajo del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) de hasta finales de 2003 da cuenta de que el 10 por ciento más rico de la región más poblada de la Argentina, esto es la Capital Federal y sus alrededores, concentra el 44,5 por ciento de la renta y registra una brecha que separa en 50 veces su riqueza con respecto a los sectores más pobres. En el resto del país esta diferencia, esta distancia, es 31 veces menor, pero no menos escalofriante. Como punto de referencia sobre cómo ha evolucionado esta brecha entre ricos y pobres es interesante saber que en el año 1974, cuando recién se empezó a estudiar esta cuestión, la diferencia era de 12 veces. Por esos tiempos nuestro país figuraba entre aquellos en los que la diferencia entre ricos y pobres distaba de ser alarmante. Entonces, la clase media era más o menos fuerte y había menos pobres. Hoy todo ha cambiado: la clase media es una especie en extinción, la mayor parte del país está sumida en la pobreza y de ella una buena porción es indigente. La nueva clase social argentina es la de los desamparados.

No sólo desamparo en lo que respecta a cuestiones económicas y financieras, sino desamparo en cuanto a salud, educación, seguridad y justicia. Por razones lógicas, las franjas más desamparadas de la población son la niñez y la ancianidad. Pero esta circunstancia no aflige, en el caso de los chicos, sólo a los de las capas sociales indigentes, que con apenas cinco años son obligados por sus padres a mendigar —con el propósito primario de mover a compasión y con la irresponsabilidad propia de una mente que el sistema logró limitar— sino a niños de estratos superiores, porque, como decíamos, el abandono no sólo se circunscribe a valores estrictamente materiales. En la argentina de nuestros días muchos chicos no mendigan, pero están desprotegidos y son carecientes. Carecen no sólo de un presente digno, sino de un futuro promisorio. Carecen de esperanzas. Para no abundar en ejemplos cotidianos y simples, como pueden ser la incapacidad de algunas familias para alimentar a sus hijos adecuadamente o para brindarles un satisfactorio servicio de salud o para adquirir material didáctico, digamos al pasar que la droga, que va y viene como se le antoja a los narcotraficantes, causa estragos no sólo en la niñez y adolescencia de los asentamientos de emergencia y en los barrios de la clase media, sino en los refinados countries residenciales. Pero esto es apenas una parte de la tragedia infantil argentina, porque la desdicha más grande es que el crecimiento de estos chicos se hamaca entre la soledad —sólo mitigada por la perniciosa televisión y los fatales juegos informáticos— o el dolor que provoca el hambre y que obliga a la mendicidad. En los hogares de la clase media los chicos tienen además otro tipo de hambre, hambre de afecto y compañía. Pero ¿cómo podrían satisfacer ese apetito cuando los padres, razonablemente, están ocupados, preocupados, cuasi enajenados por sobrevivir en un sistema inescrupuloso? Esta niñez no está a salvo siquiera en las capas más pudientes, porque si alguien supone que la cultura del desamparo es misericordiosa con los ricos se equivoca. Verá que con el tiempo estos serán víctimas reales o posibles de delitos y otras aberraciones, porque los secuestradores, ladrones, homicidas y marginados de hoy son los desamparados de ayer. Hablar de la infelicidad de los chicos pobres es redundante. Para ellos falta todo: desde alimento, hasta cobijo, desde educación hasta ternura. Crecen entre el hambre y el resentimiento.

¿Qué podríamos decir de aquellos que están en las antípodas de la niñez? Como ya hemos expresado días atrás, luego de toda una vida de trabajo, de sueños, de esperar ese tiempo de sosiego y de paz merecido, la tercera edad se ha convertido en una condena. En efecto, hombres y mujeres que con su esfuerzo contribuyeron..., (no queda más opción que decir que contra su voluntad contribuyeron a engrosar las arcas de una casta pérfida e inescrupulosa)... está condenados al hambre y a la privación, es decir a la humillación y al dolor. ¡Desamparados! Cuando días pasados la camarista María del Carmen Alvarez decía a La Capital que la salud se ha judicializado, estaba diciendo, ni más ni menos, que algunas madrugadas observan sin destino a ancianos postrados y moribundos en la camilla de una ambulancia. Ancianos abandonados a su suerte que deben acudir a Tribunales para solicitar a un juez que algún hospital los reciba para ser atendidos. Un panorama verdaderamente mefistofélico, como el de esa jubilada que debe aguardar no menos de ocho meses para ser operada de cataratas porque la obra social del Estado no puede ser más diligente. ¿Para qué hablar de haberes jubilatorios? Los recibos de los jubilados son verdaderos certificados de humillación.

No es nada nuevo, nada desconocido para el ciudadano argentino lo que el Indec ha dado a conocer, que en definitiva puede resumirse en que hay en Argentina pocos ricos más ricos y más pobres más pobres. Lo que conmueve es que esa realidad que se observa en la calle sea ratificada por el cálculo científico, por los números fríos, tan fríos como quedan estos corazones argentinos cuando advierten estas cosas. Entonces, quien logra hacer una introspección, un análisis profundo de su propia existencia descubre que también está desamparado, que está en soledad, afligido y muchas veces colérico hasta con su propio entorno. Este ser concluye en que el propósito que debió alcanzar en su vida fue un sueño truncado por hombres de Estados indiferentes, corruptos y egoístas, cuando no soberanamente estúpidos e incapaces. Hombres que no trabajaron por la paz interior de sus semejantes, sino por su propia paz y la de sus representados. Quien reflexiona, descubre que al fin la mayor parte de sus desventuras, que aparecen cada día con las noticias, fueron pergeñadas por sus gobernantes. Entonces, si aún es un privilegiado que desayuna, queda atragantado por las croissants o, mejor dicho, por las noticias que las empujan despiadadamente hacia otro conducto.

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