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 miércoles, 20 de agosto de 2003

No hay espacio para bromas

Víctor Cagnin / La Capital

A propósito de la frase "queremos hacer un país en serio", la cual ya ha desatado la primera gran controversia en el binomio presidencial tras la derogación de las leyes del perdón en la Cámara de Diputados, vale la pena detenerse un tiempo sobre su significado o sobre lo que cada uno interpreta que debe ser; esencialmente, por los lamentables antecedentes en otros binomios y porque superar este desafío es quizá la única carta de esperanza cierta que se posee.

Entre las particularidades que tiene un porcentaje de los argentinos cuando intenta ser crítico con el gobierno o con el estado de las cosas está el buscar siempre otro país donde referenciarse. Así se suele elogiar a Estados Unidos por las oportunidades que ofrece a sus ciudadanos y por cómo conocen sus derechos, reclamando jurídicamente y hasta las últimas consecuencias cuando no se los respeta; también se acude a la previsibilidad y puntualidad de los ingleses, desde el Estado hasta los individuos; a la libertad, el pluralismo y la tolerancia de los franceses; a la inteligencia germana; a la precisión suiza; la paciencia oriental, y hasta la alegría brasileña. Les bastan dos pestañeos para hallar una referencia externa donde se hacen mejor las cosas.

Esta tendencia no se corresponde cuando esas naciones aplican políticas aberrantes o bien cuando se manifiestan conductas masivas en la población más cerca del enajenamiento que de la razón. No se reconoce el valor de mantener una posición acertada en el contexto de las naciones o haber evitado que en nuestro país cundiera el individualismo sobre la solidaridad, por citar un ejemplo. Como si nunca se lograra distinguir en qué cuestiones somos serios y en cuáles no.

Todavía siguen repercutiendo las consecuencias del gran apagón en Estados Unidos, de los cinco mil muertos por la ola de calor en Francia y de la contaminación que ocasionó un petrolero en las costas españolas. Pero todo esto no se lo registra como poco serio. En el terreno de lo político, se puede seguir con el inexplicable gobierno de la República de Italia a manos de un empresario de los medios y del fútbol investigado por la Justicia; con las mentiras de Blair y Aznar para decidir apoyar la guerra en Irak o con la candidatura de Arnold Schwarzenegger en California, que preocupa en igual medida a demócratas y republicanos. Se trata de aberraciones, de hechos cuanto menos escandalosos de la modernidad, pero que el argentino medio no califica como tales.

Está arraigada la idea de que el país por una u otra razón nunca fue serio. Ya sea por su juventud, por las divisiones entre unitarios y federales, por la baja formación de las corrientes de inmigrantes, por la relación entre la Iglesia, las Fuerzas Armadas y el Estado o por el "sí" fácil a las exigencias del exterior en combinación con las corporaciones internas. Está la creencia en la debilidad crónica de los partidos políticos, que hace a la debilidad de la democracia argentina. La falta de formación de cuadros, la actitud corporativa cuando son gobierno o el recurrente recurso de la demagogia. Y están aquellos que hablan desde un país flotante, sin asentamiento; no se sienten latinoamericanos, tampoco europeos y tienen prejuicios con el Medio y Lejano Oriente.

Todo esto ha sido investigado recurrentemente, reconocido y hasta se han publicado variados ensayos. No obstante, sería improcedente no reconocer la inteligencia, la voluntad, la sensatez, el rigor científico, la pasión y el heroísmo que pusieron generaciones y generaciones para darnos el país con el que hoy contamos. Cuando el presidente anuncia que se pretende construir un país serio, se supone que tiene la intención de convertir en prudente lo imprudente, en mérito al desmérito, en honra la deshonra. Lo cual implica rescatar precisamente del olvido a la Argentina postergada, denigrada y estigmatizada, y perpetuar las mejores fuerzas morales que nos ha entregado la historia. Y no es sólo un problema nacional, es también un problema global.

La disidencia de Scioli sobre las leyes de perdón, como el anuncio de aumento de tarifas o su creencia de que él es la tercera pata del poder al presidir el Senado, no serían malinterpretadas si la vida institucional del país no hubiese sufrido alteraciones. Cuando aún no se disiparon las diferencias entre Duhalde y Kirchner, resulta ingenuo pensar que se trató de expresiones con buena fe sin que nadie influyese en ellas. Tampoco se trata de que aparezca como convidado de piedra. Por el contrario, su perfil puede abrir espacios como pocos en orden a las inversiones y fuentes de trabajo. Pero lo sensato se supone que es hacerlo como parte de una política consensuada, donde su acción forme parte de la confiable y necesaria descentralización administrativa. De lo contrario, qué lectura le queda a la ciudadanía.

El Ejecutivo ha dado claras señales en procura del cambio reparador, de la imperiosa recuperación ética y de sujeción a la Carta Magna. Desde luego, la crítica individual o mediática, en un país que pretende ser serio, debe acompañarlo, marcando con objetividad y ecuanimidad las deficiencias y los aciertos. Y no confundiendo unos con otros.

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