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 miércoles, 13 de agosto de 2003

Reflexiones
El invierno del bien

Víctor Cagnin / La Capital

Entre los cambios generados desde la asunción del nuevo gobierno uno de ellos está relacionado con la entidad informativa que adquiere cada una de sus iniciativas, lo cual tiene a mal traer a las redacciones, habituadas como estaban a sus propias agendas de temas o a investigaciones periodísticas confeccionadas sólo para negociar con el gabinete de turno, lógica que imperó durante décadas alimentadas desde el propio poder. Y también mantiene preocupada a la intelectualidad progresista, que se dirime entre apoyar, respaldar críticamente, poner en duda o rechazar parcialmente la política emanada del Ejecutivo. Es, sin duda, un momento político de gran singularidad, demandado largamente por la ciudadanía, que ahora tiene la sensación de no estar preparada para recibir las buenas nuevas. Como si no lograra interpretar cabalmente en qué mejora concreta se traduce en su propio ámbito o circuito de vida.

Entre esas iniciativas, la lucha contra la corrupción y la impunidad ha tomado la delantera y es procedente y positivo que sea así, porque si algo verdaderamente produce malestar en el hombre común es saber que los homicidas permanecen sueltos y los corruptos siguen haciendo pingües negocios. No obstante, aquí existe una disyuntiva: mientras el enjuiciamiento a los militares responsables de las desapariciones y torturas de la dictadura parece ser prioritario para los organismos de derechos humanos, los procesos a los delincuentes económicos cuentan con mejor rating. Y es que, en verdad, pocos imaginaban que la historia iba a ofrecer la posibilidad de rever las leyes del perdón y el indulto presidencial a los militares. Acostumbrada la sociedad a que el tiempo vaya mitigando sus dolores, desdibujando las imágenes de los responsables de tantas atrocidades y hasta confundiendo las fechas de las tragedias, volver a encontrarlos bajo proceso después de 25 años resulta una saludable señal de memoria y justicia, aunque aún no haya sentencia.

Hay que recordar, además, que fue durante la dictadura cuando se multiplicó la deuda externa y cuando los grupos económicos comenzaron a imponer la cultura de servirse del Estado para extender su patrimonio. Por lo cual impunidad y corrupción forman parte del anverso y reverso de un mismo modelo, reprocesado y perfeccionado con los años y el advenimiento del mundo unipolar o globalizado.

La corrupción, en tanto, se presenta como un fenómeno omnipresente o bien como parte del paisaje cotidiano, donde ya no escandalizan ni las personas ni las formas. La ciudadanía los ve actuar, hacer y deshacer con la naturalidad de quien supone estar haciendo lo que corresponde, cuando en realidad están en abierta infracción, en el plano de lo ilegal, en el terreno de las sanciones. Es que existe un problema de carácter ético en la mayoría de las instituciones, donde aparece como difusa la línea divisoria entre el bien y el mal. Se percibe que las responsabilidades de los funcionarios o representantes, junto a los principales protagonistas del ámbito empresarial, profesional y laboral no se sujetan al deber ser, sino a lo que pueden ser o se acostumbraron a ser. Y se sospecha más de quien pretende instalar un criterio de acción razonable, equitativo y acorde con lo académico, que del pragmático, experimentado hombre de oficio, siempre presto a acudir a todas las artimañas para transgredir y sacar ventaja sin perjuicio alguno para sí.

Tal como ocurrió en la dictadura, el ciudadano hoy teme denunciar los actos de corrupción por las consecuencias que puede acarrearle. Teme cuestionar el orden establecido, abrir el debate sobre las actuales condiciones, plantear su desacuerdo. Habla en voz baja, trata de encontrar coincidencias, busca una voz de esperanza, de mayor expectativa. Por eso seguramente aplaude y comenta cada vez que el gobierno abre una causa administrativa sobre un corrupto, desplaza de un cargo a un funcionario o cuando algún juez logra llevarlos a prisión. Tiene la sensación cierta de comenzar a sentirse reparado, de haber comenzado a abrirse paso una cultura que tal vez más temprano que tarde llegue a derramarse por todo el territorio.

Mientras estas cuestiones se instalan en la opinión pública desde la administración central, en el ámbito provincial -paradójicamente con todos los referentes políticos en plena recta electoral- no parece existir intención de debatir lo que se pretende hacer con el futuro de Santa Fe. Tal como ocurrió en las elecciones presidenciales, los principales candidatos no sustentan su campaña sobre una plataforma profundamente elaborada, mucho menos dando a conocer los nombres de su futuro gabinete, sino más bien en la potencial imagen del candidato, en las estructuras con que se cuentan y en las matemáticas que pueden deparar los sublemas. Siguiendo esa línea, ¿quedará para quien gane sorprender con una política aggiornada y un equipo de nombres capaces de devolver la esperanza a corto plazo? ¿Posee la provincia personalidades tan nobles como talentosas para regenerar la confianza en la administración pública? ¿Las posee Rosario? Tal vez no sea improcedente que alguno de ellos arriesgue y las proclame antes del 7 de septiembre. Se tendría alguna certeza de lo que vendrá.

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