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 miércoles, 30 de julio de 2003

Reflexiones
El vanidoso

Jack Benoliel

El ensayo reclama cualidades contrarias. Debe ser breve pero no lacónico, ligero y no superficial, hondo sin pesadez, apasionado sin patetismo, completo sin ser exhaustivo, a un tiempo leve y penetrante, risueño sin mover un músculo de la cara, melancólico sin lágrimas, convencer sin argumentar y -como dice Octavio Paz-, sin decirlo todo, decir todo lo que hay que decir. Intentaré hacerlo en torno a un tema que apasiona: la vanidad.

Cualquier similitud con algunos políticos no es mera coincidencia. Es una coincidencia buscada. No son pocos los políticos que si tuvieran una dosis de visión creadora y realizadora, como la dosis de vanidad que mueve sus deseos de estar y ser, cuán útiles serían al país. Pero la permanencia de muchos de ellos en los cargos públicos -en algunos casos el número de años suele superar al de sus proyectos-, acaso tenga en la vanidad una parte no pequeña de la plataforma que pueden exhibir. Que hay excepciones, claro que las hay. Y muy dignas. Pero permítaseme añorar que sean muchas más...

No hay modo de vivir más inquieto que el del vanidoso. Su desasosiego radica en la preocupación que no acaba de resolverse, en una excitación que lo mueve a sentirse trasladado de sí mismo a la estimación ajena. Necesita verse desde afuera, desde el prójimo. El aislamiento lo tortura. El silencio lo desespera. Anhela estar presente. Y hace de la ostentación un medio.

En la vanidad radica el afán de transformarse, anhelando la opinión ajena. Es un estado que roza la flaqueza humana. El vanidoso es un paladín de su propia estimación. Se da por completo a la busca del elogio. Vive insaciado. Ignora que la presunta gracia de oír hablar de sí mismo está hecha de errores infundados. La figuración lo consume. Sufre al pensar que puede desaparecer de la escena. Habla para ser oído, para escucharse al hablar.

Aparecer, estar, es un afán de esta verdad desnuda: exhibir, lucir y mostrar. También fascinar. Es que mientras más se asciende en los grados políticos o sociales, mientras más cerca se está de la realidad soñada, más crudamente se descubre la trivial alegría de la ostentación. Es tan fuerte la necesidad de figurar, que se llega a sobreponer a la vida real, une ficción de la vida. Lo desvela el renombre. lo intranquiliza la falta de halago.

El vanidoso se nutre de los efluvios de la alabanza. Ganar prestigio lo desvela. Y hasta suele caer en el absurdo, donde la prudencia se hunde en la imprudencia. Irrumpe entre el orgullo y la vanidad. Cabe en una sola dimensión: la figuración. Para que no se apague su notoriedad -o para abrazarla- acude a la información, a trascender a través de los medios de comunicación, lo que para algunos políticos viene a ser lo que el oxígeno es a la sangre: le da vida y vigor.

Pero en el fondo de esta aparente alegría bulle una angustia motivada por el temor de perder los goces del apogeo. El vanidoso, en cada atardecer, se prepara a reconstruir lo que en cada noche el viento amenaza derribar. Y así reduce su vida a una impostura. En esta impostura, cuando se trata de un político que ostenta un cargo público, el daño lesiona al pueblo, por vía del desengaño y la frustración. Acaso, ¿no será que estamos donde estamos por la valoración equivocada de lo que aparenta ser y no es, y de lo que se aparenta hacer y no se hace? Hay que rescatar los consejos que Don Quijote dio a Sancho Panza, cuando fue designado gobernador de la Insula Barataria: "Sancho, del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse al buey. Haz gala de la humildad de tu linaje y no te desprecies de decir que vienes de labradores; préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio; si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay por qué tener envidia a los que tienen príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se conquista y la virtud vale por sí sola, lo que la sangre no vale".

El país que tenemos debe aspirar al país que merecemos, como lo añoraron los forjadores, los fundadores. El deterioro no nace de esos fundadores, nace de los continuadores. Aquellos no sabían de vanidad. Sabían algo más: "Un hombre lleno de sí mismo siempre estará vacío".

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