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domingo,
23 de
septiembre de
2007 |
[Historias secretas]
Celos
Un concurso de la Fundación La Capital propuso relatar historias ignoradas, reales o imaginarias. Aquí, uno de los relatos seleccionados
Facundo Rocca
Siempre supe que Santino me iba a ser infiel.
No porque él me haya dado motivos, tampoco debido a que yo sea muy intuitiva. Pero es que todos los hombres son iguales y, antes o después, dejaría de conformarle mi calor y buscaría otro cuerpo, quizá más esbelto, más torneado, más voluptuoso. O simplemente porque no iba a dejar pasar la oportunidad de acostarse con la primera que le ofreciera un lugar en su cama.
Así fue como la serpiente del miedo a la humillación se fue enroscando sigilosamente en mis entrañas.
Y comencé a revisar todo cuanto él me dejara a su alcance: su maletín, su computadora, su celular, los bolsillos del saco, los del pantalón. Como dije, nunca hallaba ninguna pista que me llevara a dudar de él.
Pero mi instinto de mujer perseveró, y una noche me levanté como de costumbre a las tres de la madrugada para que no se percatara de mi pesquisa, y entre todos los mensajes que había recibido en su teléfono, sobresalía uno enviado por una tal Marisol, que lo esperaba el sábado a la misma hora de siempre.
¡El muy desgraciado! ¡Y pensar que a mí me decía que se iba a jugar al fútbol con los amigos!
Aquella noche no pude dormir. Más allá de que el sillón me resultaba incómodo, mi vela estaba dedicada a llevar a cabo algún juego en el que pudiera hacerlo caer sin dejar dudas al respecto de su traición.
Finalmente decidí agendar el número de Marisol y llamarla luego.
Al día siguiente marqué y esperé. Cuando parecía que no me iba a atender, escuché su saludo. Para mi sorpresa, su voz melosa no me produjo rencor ni desprecio, sino que por el contrario, me sedujo.
Por poco me olvidé de lo que tenía tramado y, reponiéndome de mi inesperada reacción, aduje ser una hermana de mi marido, que conocía lo que sucedía entre ellos y tenía secretos indispensables que confesarle. La convencí de que nos teníamos que ver en su casa, para no tener que darle direcciones falsas, y entonces aproveché la oportunidad para aclararle que el único día posible para concretar la cita era el próximo sábado. Me relamía de orgullo con sólo escuchar sus dubitaciones.
Después de meditarlo unos segundos, resopló y aceptó el encuentro.
—¿No vas a jugar al fútbol este sábado? —le pregunté por la tarde a Santino.
—No —respondió, muy apesadumbrado.
Nada podía estar saliendo mejor.
Pero lo que sucedió en la casa de Marisol, cambió mi vida por completo.
Me recibió envuelta en tules de color verde claro. Sus curvas se destacaban a lo largo de sus finas prendas. Realmente tenía un cuerpo envidiable. Mi perplejidad me obligó a retroceder, pero ella me tomó con sus manos y me arrastró suavemente hacia el interior.
Mi paso era mecánico, como si me encontrara bajo un fuerte poder hipnótico. Me dejé conducir hasta un amplio sillón donde nos acomodamos las dos. Quise comenzar a hablar, y no pude hilar dos palabras seguidas. Sus ojos pardos se clavaban en los míos e inhibían cualquier tipo de acción.
Comenzó a acariciarme y decirme que me calmara. Que lo que estaba sucediendo era normal, que a todas les pasaba lo mismo al principio.
A partir del mes siguiente, Santino se quedó sin sus prácticas de fútbol y yo inicié mis impostergables “reuniones de Tupperware”.
Y todo se lo debo a él, porque de no haber sido por su celular, jamás hubiera conocido a Marisol.
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