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domingo,
11 de
marzo de
2007 |
[Perspectivas] Hitler y la genésis del Holocausto
Las raíces del antisemitismo
En "Resentimiento y apocalipsis", Philippe Burrin desmenuza la ideología del nazismo
Suele decirse que la ideología hitleriana no contenía nada nuevo y que era un popurrí de nociones presentes en todo el antisemitismo moderno. Esto es cierto si nos limitamos al catálogo de las figuras y de los motivos. El judío explotador y parásito, el judío manipulador y revolucionario, el judío infeccioso y envenenador, todo ello circulaba por el continente desde hacía algunos decenios. Pero si se quiere ir más allá de este inventario, es necesario investigar cuál era la estructura profunda del antisemitismo hitleriano, y, a tal efecto, considerar con seriedad el cuadro que se desprende de una lectura atenta de Mein Kampf.
¿Qué hallamos en este texto? En primer lugar, una ideología racista, es decir, una ideología que hace de la raza el principio explicativo de la historia del mundo. En tanto racista consecuente, Hitler postula la existencia de razas humanas separadas como lo están las especies animales, y jerarquizadas en función de su valor. En la cima, la raza aria, única creadora de cultura, como lo demuestran los grandes imperios de la Antigüedad, en particular los imperios griego y romano. En el medio, ciertas razas como la raza japonesa, que preservan el acervo cultural asimilando a su patrimonio la cultura de los arios, en especial la cultura técnica. En el estrato más bajo, están los judíos, que no han creado nada, que no tienen ni Estado ni cultura y viven como parásitos a expensas de los pueblos de la tierra, a los cuales destruyen inexorablemente.
Según Hitler, la evolución de las razas humanas establece la importancia decisiva de dos “leyes de la naturaleza” válidas para el conjunto del mundo vivo. La primera es la ley de la pureza racial, de la endogamia racial, cuya violación por el mestizaje acarrea la decadencia y, a largo plazo, la desaparición de la raza. La segunda es la ley de la selección: la eliminación de los débiles por medio de la lucha o de una política voluntaria de eugenismo.
Esta es una ideología estrictamente racista, pues no sólo apunta a los “alógenos”, es decir, a todos aquellos que se definen, sin importar los criterios, como extraños a la raza superior, sino también a los miembros de esa misma raza, algunos de los cuales, los mejores, deben ser alentados a procrear y los otros, los “defectuosos”, deben ser apartados de la reproducción, e incluso del “banquete de la vida”. Así pues, no es sorprendente que Hitler haga el elogio de la cría de caballos o de perros, o que adhiera a la idea socialdarwinista de la lucha por la vida. Su moral es una moral antigua o, más precisamente, germánica. Su continuo elogio de la “dureza” expresa el deseo de destruir las barreras morales de la civilización existente, con su humanitarismo y su universalismo, a fin de restablecer vínculos con una civilización de tipo precristiana en la que reinarían el exclusivismo étnico y la ley del más fuerte, y en la que están justificados el exterminio o la reducción a la esclavitud de los vencidos.
Hasta aquí el registro es profundamente biologizante. Da cuenta de la fuerza del cientificismo en Hitler. Sin embargo, no se encierra en esta perspectiva, pues también se refiere a las supuestas “leyes de la naturaleza”, al “Eterno”, al “Señor”. No invoca al dios personal del monoteísmo, sino a una divinidad que se confunde con la Creación y que constituye un misterio eterno, contrariamente a las “leyes de la naturaleza” que la razón puede descifrar y cuya observación esta última recomienda.
Hitler establece un vínculo entre las “leyes de la naturaleza” y una trascendencia, pero también con la historia, dado que el conocimiento histórico es una manera de verificar la validez de estas supuestas “leyes”. Eso es lo que plantea a continuación, al representar una historia de los arios articulada según un esquema ternario. Los pueblos arios debían su superioridad al idealismo del que estaban dotados, es decir, un espíritu de consagración a la comunidad que se revelaba en el trabajo y en la lucha. Éstos respetaron la pureza de sangre y practicaron la selección, por ejemplo, matando a los niños malformados al nacer. De este modo, adquirieron un poder enorme que les permitió conquistar pueblos mucho más numerosos y utilizarlos como esclavos para la construcción de grandes imperios. Estos imperios dieron origen a brillantes culturas, pero éstas periclitaron debido al mestizaje que acabó por producirse con los pueblos conquistados.
Este esquema histórico constituye a la vez un modelo. La misión del nazismo es que Alemania vuelva a ser una potencia; y, a tal efecto, debe curarla de la decadencia que la castiga para que pueda conquistar un imperio comparable a los del pasado, aun en materia de grandeza cultural. En el seno del nazismo hay una promesa imperial. Cada página de Mein Kampf lleva inscrito en filigrana el retrato de Hitler imperator.
En el interior de este marco racista anida una ideología antisemita. En la historia inmemorial de la lucha por la vida entre las razas, se destaca por su violencia, desde hace dos milenios, una lucha entre dos razas que tienen la particularidad de ser perfectamente antagónicas; en efecto, las características de los judíos se oponen, rasgo por rasgo, a las de los arios, como se oponen lo noble y no innoble. Los judíos no tienen idealismo y, por tanto, carecen de solidaridad, excepto en caso de peligro o para apoderarse de una presa. No tienen religión, sino tan sólo un código de conducta práctica; no tienen cultura, sino que imitan las culturas ajenas; tampoco tienen Estado, pues carecen de capacidad de organización. Lo único que poseen, y en abundancia, es el engaño, arma judía por excelencia que les permite vivir como parásitos a expensas de los pueblos, haciéndoles creer que se han asimilado a la nación. No obstante, observan las supuestas “leyes de la naturaleza”, pues preservan la pureza de su sangre. Por ese motivo, son temibles en su ansia de poder, tal como lo ilustra la empresa de dominación mundial probada, según Hitler, por los Protocolos de los Sabios de Sión, ese falso documento zarista que los antisemitas actuales aún hacen circular.
Esta lucha, históricamente determinante, entre arios y judíos comenzó cuando el judío Pablo dio un giro al cristianismo primitivo —aquel que había proclamado un Cristo ario, obviamente, y por lo tanto antisemita— y lo transformó en un universalismo que, como su posterior retoño el bolchevismo, ayudaría a difundir el mestizaje y la decadencia,ambos de gran provecho para los judíos. Desde entonces, esta lucha se ha intensificado, en particular durante el siglo XIX y, sobre todo, durante la Primera Guerra Mundial. Prosigue en el momento en que Hitler escribe Mein Kampf, por dos vías sólo en apariencia contradictorias: la lucha de clases propagada por el bolchevismo, invento judío, y la internacionalización de las economías operada por los capitales judíos de los países anglosajones. Del resultado de esta lucha con los judíos, cuyo objetivo central es destruir a las naciones y hacer desaparecer el principio nacional, depende el destino del pueblo alemán y, más allá, el del planeta mismo. La victoria de los judíos implicaría el fin de toda cultura, y si la raza aria llegara a desaparecer, incluso la muerte del planeta. Ésta es una catástrofe que Hitler evoca en varias oportunidades: he aquí un hombre cuya imaginación estaba cautivada por la hipótesis de la situación extrema por excelencia, es decir, la hipótesis del aniquilamiento.
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