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 domingo, 14 de enero de 2007  
[Nota de tapa] El huevo de la serpiente
La secta del gatillo y la picana
La reciente detención de dos ex policías reactualizó la causa de los crímenes de la Triple A. Un capítulo de la historia reciente cuyos orígenes en los años 60 vale la pena revisar

Por Osvaldo Aguirre / La Capital

El 21 de noviembre de 1973 un explosivo hizo estallar el auto de Hipólito Solari Yrigoyen, en un garaje de la ciudad de Buenos Aires. Fue la primera aparición pública de la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A, el grupo terrorista que concibió el entonces ministro de Bienestar Social, José López Rega, para perseguir y asesinar a dirigentes y militantes opositores. Las recientes detenciones de Juan Ramón Morales y Rodolfo Almirón suponen la posibilidad de reabrir esa historia macabra. Y de llegar hasta sus orígenes, ya que los procedimientos que fueron la “marca de fábrica“ de los represores tuvieron su antecedente en una brigada policial que tramó relaciones entre lo más oscuro del hampa.

  Los nombres de Morales (1919) y Almirón (1936) comenzaron a hacerse conocidos a principios de los años 60, cuando ambos integraban Vigilancia General, una dependencia de la sección Robos y Hurtos de la Policía Federal que terminó enredada con una banda de delincuentes encabezada por Miguel Alberto Prieto, el Loco Prieto.

  Los operativos de Vigilancia General ocupaban amplios espacios en la prensa porteña. En general estaban protagonizados por los mismos hombres: el entonces subcomisario Morales, el oficial Almirón, los suboficiales Edwin Duncan Farquarsohn y Jorge Rivero y el cabo Aldo Daumas. Otra característica invariable consistía en que se originaban a partir de denuncias que provenían siempre de personas anónimas y advertían sobre un robo a punto de ocurrir. También se repetía la forma de actuar de los policías: esperaban a los delincuentes en el lugar y los mataban en enfrentamientos que tenían todo el aspecto de ser ejecuciones. No quedaba nadie que pudiera contar la historia, a excepción de los propios policías.

  En 1964 una investigación del juez Ernesto González Bonorino demostró que los confidentes policiales eran delincuentes y obtenían réditos de los datos que aportaban. Entre ellos se encontraba Adolfo Máximo Ocampo, compañero de andanzas del Loco Prieto. Según Osvaldo Pedone, testigo en la causa, “Morales y su brigada lo habían autorizado para hacer mejicaneadas, es decir asaltar contrabandistas. Además Ocampo informaba a Morales o a alguno de la brigada a quién vendía la mercadería mejicaneada y entonces éste procedía a la detención del comprador para llegar a un arreglo“. Luego “se exigía dinero para no actualizar el procedimiento“.

  El avance de la investigación coincidió con las muertes de los principales involucrados. El 1º de enero de 1964 Orlando Picallo, con antecedentes como contrabandista, fue muerto a balazos. Picallo había sucedido a Alberto Fleitas, el Jailaife, a su vez secuestrado de modo irregular por policías y asesinado el año anterior. El 19 de junio aparecieron estrangulados Alfonso Guido y Emilio Abud. Y la lista seguía abierta.

  Osvaldo Pedone relató que Guido, después de cumplir una condena en prisión, “se portaba bien, es decir se cuidaba de andar con sujetos de antecedentes“ y trataba de no incurrir en el delito; en consecuencia “la brigada (de Robos y Hurtos) no podía simular un procedimiento legal y fue por ello que su muerte aparece realizada por autores ignorados“. El 21 de junio fue el turno del ex boxeador Luis Bayo, mutilado y asesinado a balazos.

  Por entonces Almirón estaba acusado por el asesinato de Earl Tom Davis, un teniente de la Armada norteamericana. El episodio había ocurrido el 9 de junio en medio de una pelea en una confitería de Olivos. Almirón fue detenido, y pese a que el disparo mortal salió de su arma terminó por librarse de los cargos luego que el suboficial Jorge Lavia admitiera ser el autor de la muerte, que un juez disculpó como legítima defensa.  

  El 11 de agosto, en Merlo, fue hallado el cadáver de Adolfo Ocampo, con dos tiros en la nuca. El 25 del mismo mes los cuidadores del cementerio de San Martín encontraron a Agustín Caviglia, otro allegado a la banda, herido de bala y agonizante, cerca de la tumba de su mujer. Mientras tanto, la policía y la prensa sensacionalista cargaron todos los crímenes en la cuenta de Miguel Alberto Prieto, que se mantenía prófugo.

Negocios criminales
Dos días después de la muerte de Ocampo, en la localidad de Florida, un grupo de hombres identificados como miembros de la Brigada de Investigaciones de San Justo secuestraron al contador Emilio Pardo Seibane. Lo sometieron a torturas y finalmente lo liberaron bajo el compromiso de que les entregaría una suma de dinero. Pero Pardo Seibane denunció los hechos y la policía bonaerense grabó las conversaciones que mantuvo con sus extorsionadores y los detuvo cuando intentaban cobrar el rescate.

  Fue una sorpresa: allí estaban Farquarsohn y Daumas, quienes por otra parte se movilizaban en una camioneta que había pertenecido a Agustín Caviglia. Otro integrante de Vigilancia General, el oficial Oscar Fernández, cayó preso entonces acusado de extorsionar a los familiares de un contrabandista; su cómplice en tales negocios habría sido Adolfo Ocampo.

  Interrogado por la justicia, Fernández se quebró y aportó más detalles sobre la protección de que había gozado Ocampo por parte de la brigada de Morales hasta poco antes de su muerte. Ocampo seguía concurriendo a las oficinas de Robos y Hurtos, aun cuando tenía pedidos de captura en la provincia de Buenos Aires. De acuerdo a la investigación de González Bonorino, toda la banda de Prieto actuaba bajo amparo policial e incluso existían indicios de que en ocasiones sus integrantes simulaban ser policías y participaban en operativos.

  El “enemigo público número 1”, como se llamaba a Prieto, cayó detenido por la policía bonaerense el 10 de septiembre de 1964. La revista Así hizo entrever que su “cartel” era en buena medida una fábula: “Un agente, un solo agente, que se iba de franco, fue suficiente para que el temido Prieto cayera por fin en las redes policiales”, señaló. El diario La Nación destacó que “fue una acción torpe, como dispuesta por él mismo para caer en manos de la policía”.

  Prieto fue acusado por 10 muertes, entre ellas de las Bayo, Ocampo, Guido y Abud. Por su parte, negaba tales cargos y afirmaba que se había entregado a la policía bonaerense para evitar represalias de los federales. El 23 de septiembre lo trasladaron al Departamento Central de Policía de la Federal. Un mes después, el juez González Bonorino procesó a Morales y Almirón por violación de deberes de funcionario público (por haber encubierto a Ocampo cuando tenía pedido de captura); ambos policías quedaron entonces en disponibilidad.

  Sin embargo la investigación no pudo avanzar. Sólo quedaba un testigo: el Loco Prieto. Pero el 21 de enero de 1965 murió en un extraño incendio ocurrido en la cárcel de Villa Devoto, donde había sido llevado. La versión oficial, que nadie creyó, fue que se había suicidado.

El reciclaje
Entre 1965 y 1966 la patota de Vigilancia General quedó desvinculada de las causas en que era investigada. “Arquetipo del oficial corrompido y vinculado a la delincuencia“, según la definición del periodista Ignacio González Janzen, el subcomisario Morales fue apartado de la policía en 1970. Almirón siguió el mismo destino, con el argumento de ser “inepto para el servicio“ y mostrar “fallas en el factor moral-ético“.

  Pero el 11 de octubre de 1973 el presidente provisional Raúl Lastiri firmó un decreto por el cual ambos fueron reincorporados a la Policía Federal y ascendidos a comisarios. Morales quedó a cargo de la custodia del ministro de Bienestar Social, José López Rega, y Almirón se convirtió en guardaespaldas de la vicepresidenta Isabel Perón.

  En su “Historia de la Triple A“, Horacio Salvador Paino relata que Almirón y el ex suboficial Farquarsohn estaban al frente de sendos grupos de operaciones de la organización terrorista. “El poder de los jefes era ilimitado. Eran señores de vida o muerte que podían ejecutar prácticamente a quien quisieran”, dijo,

  Los grupos de operaciones se dedicaron a la caza de militantes políticos, estudiantes, obreros y de integrantes de las organizaciones armadas. “Almirón tenía una ametralladora Zening plegable, que se colgaba al hombro de una correa. Parecía un walkie-talkie. Ya la habían utilizado los norteamericanos en Vietnam. Se comentaba que disparaba casi cien tiros por minuto. Era la envidia del Ministerio”, dice Marcelo Larraquy en su libro “López Rega“.

  Sólo entre julio y septiembre de 1974 la Triple A realizó 220 atentados, 60 asesinatos y 20 secuestros. Las víctimas eran llevadas a descampados y fusiladas; luego sus cuerpos eran enterrados de manera de evitar tanto su hallazgo como su identificación. Esta macabra “marca de fábrica” tenía su origen en los “enfrentamientos” de la sección Vigilancia General de los años 60 y en particular en el exterminio de la banda del Loco Prieto.


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López Rega junto a Isabelita.

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