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 domingo, 14 de enero de 2007  
[Lecturas]
La voz de un dios fluvial
Poesía. "Canción de amor vegetal", de Cófreces & Muñoz. Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2006, 191 páginas, $25.

Lisandro González

La reflexión sobre la poesía puede llevar en uno de sus tantos caminos posibles a pensar dónde se sitúa el poeta frente al mundo, a la palabra, y también frente a sí mismo. De ahí, la pregunta posterior puede ser qué hace el poeta en ese lugar donde está o pretende estar. La respuesta de Javier Cófreces y Alberto Muñoz al segundo interrogante ha sido escuchar. Y para hacerlo se han situado antes en el corazón vegetal de un río -el Paraná- donde un coro de árboles les ha dictado una obra diáfana y entrañable -cualidad que no abunda demasiado en la poesía actual-, no exenta de humor: "Soy un sombrío romántico/ al que nunca/ mareará la fama" dice el Arrayán de las islas.

Entre el coro vegetal que compone este libro se avizoran variadas voces. De ese modo, puede reconocerse ese poeta del río que fue Juan L. Ortiz, pero también -aun sin su verborragia- resuenan los ecos de Francisco Madariaga -primer poeta citado del libro-, con sus visiones oníricas de la naturaleza. Asimismo, se mezclan citas literarias como científicas, conviviendo Emilio Salgari, Eduardo Mileo y Dante Alighieri con Pedro Salinas, Juana de Ibarbourou y el folklore.

Por otra parte, la elección del canto al Paraná -a través de sus habitantes vegetales en este caso- encuentra un antecedente en los comienzos de nuestra literatura, con la "Oda al majestuoso Paraná" de Manuel José de Lavardén, publicada en 1801, que como explica Alfredo Veiravé "presenta al río como un dios fluvial, símbolo de la prosperidad y abundancia de la tierra... y por encima de los convencionalismos y defectos del lenguaje sujeto a las modalidades retóricas, abre una nueva perspectiva de exaltación del paisaje americano", que a más de 200 años encuentra en "Canción..." un original tratamiento.

Las diferentes especies de árboles van dando título a cada poema, y se encuentran organizadas alfabéticamente. Al comienzo de las cuatro secciones en que los autores dividen el libro se intercala gradualmente el relato en prosa que da cuenta del suceso que precede a la iluminación. Sobre los textos en particular, cada uno de ellos se divide en tercetos, de versificación libre, con la mayoría de los versos breves, algunos incluso de una sola palabra, dando así de alguna manera el efecto visual de la silueta de un tronco.

En paralelo a cada poema, en una nota dan los autores la explicación científica de cada especie, así como sus usos, leyendas y demás datos de interés, material que enriquece los poemas e invita a realizar una segunda lectura.

En general, los autores se compadecen por la suerte del árbol, utilizando el recurso de la personificación, en tanto cada especie es la que va hablando de su vida de árbol y su destino, como en aquel hermoso cuento lleno de poesía de Haroldo Conti, "La balada del álamo Carolina". Mientras que el Aliso de río se queja de su aspecto ("mi mundo vegetal/ nació opaco/ mi sombra es dramática"), conmueve la Casuarina que debe "vegetar angustiada/ y sufrir a causa/ de gigantismo".

Pero no todos son lamentos, y el Jacarandá, que compitió con el ceibo para ser nuestra flor nacional, dice que "una derrota/ no vence/ más que la muerte" y así, "año a año/ floreceré para ti/ te ofreceré mi cáliz." Justamente la última de las especies, el Visco, advierte que "preservamos una sola certeza:/ de los males que atendemos/ no digerimos el abandono". Algo que la dupla autoral ha conseguido conjurar con creces en este bello libro.
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