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domingo,
14 de
enero de
2007 |
Educación: una buena convivencia
Basta abrir el diario o escuchar informativos de cualquier parte del mundo para encontrar ejemplos de fraude, corrupción o algún tipo de abuso que afecta al bienestar de otra persona o grupo. Ante esta realidad, además de exteriorizar nuestro malestar y disconformidad, ¿podemos hacer algo más?
Por supuesto que sí. Cada uno es valioso en tanto y en cuanto forme parte de un conjunto que se dirige hacia la misma meta. Si nos quedamos en la simple catarsis verbal, deberemos alimentar nuestra paciencia para resistir hasta que otros hagan algo.
Si decidimos contribuir desde el seno de nuestra familia es conveniente que antes de poner manos a la acción recordemos algunos aportes de los especialistas en el campo del desarrollo de la moralidad, quienes han estudiado las particularidades de este proceso.
En un primer momento o estadio, los niños se someten a reglas sólo para evitar ser castigados. La autoridad alcanza significado porque posee poder punitivo sobre los comportamientos.
En el segundo, el niño comienza a descubrir en las normas algunas ventajas que lo beneficia, y a su vez reconoce las necesidades de los demás y los deja actuar concertando pactos que favorezcan a ambas partes. En este estadio la moralidad tiene un carácter relativo ya que los intereses pueden entrar en conflicto, y suele hacerse difícil convenir pactos.
En el tercer estadio, se aceptan tanto las reglas como la autoridad para mantener acuerdos mutuos, y tender a satisfacer expectativas propias o del grupo próximo, como por ejemplo la familia.
En el cuarto estadio se amplía el horizonte. El compromiso para contribuir a un orden que favorezca la convivencia se extiende a la sociedad, por eso se aceptan las leyes que tienden a ese objetivo. En ese momento se ha logrado un cambio significativo: evitar el castigo por trasgresión al reconocimiento de la vida en común, y el respeto al derecho de los demás.
En el quinto estadio, se reconoce la relatividad de los valores conforme a cada cultura sin incluir aquellos absolutos como el valor de la vida y la libertad que deben conservarse en cualquier cultura. En este estadio, se aceptan las reglas de moralidad para proteger los derechos de todos teniendo como meta la búsqueda del bien común.
En el último estadio, la persona asume su propia normativa y sigue apropiándose de las leyes sociales si están de acuerdo con sus principios (justicia, igualdad y dignidad. De esta manera se llega a un compromiso personal con valores propios.
De este recorrido, se deduce fácilmente que no todas las personas que crecen en edad logran una madurez moral. Con tristeza, reconocemos que algunos parecen no haber pasado ni si quiera el primer estadio, como es el caso de los que sólo reducen la velocidad si hay radares, o no pasan un semáforo en rojo porque hay cámaras fotográficas que registran a los infractores que sólo se movilizan para evitar el castigo, o sea la multa, y no para evitar posibles accidentes.
Debemos pensar si las normas que establecemos a nuestros hijos buscan realmente la buena convivencia, el bien común, el respeto a los derechos de todos, o responden exclusivamente a intereses personales. Si buscamos esto último estaremos construyendo una moralidad sobre arena movediza que incluso podría volverse en contra nuestra. Será beneficioso definir reglas claras, y explicitar los motivos por los cuales es positivo acatar órdenes, más allá de evitar el castigo. Aunque el niño no comprenda el significado total del mensaje lo irá logrando paulatinamente. Lo importante es que nosotros no dejemos de proveérselo.
De acuerdo a la edad de nuestros hijos iremos adoptando conductas adecuadas que respondan a una formación conforme a los valores sociales, y aceptados personalmente. Sería loable que cada integrante de la familia se pregunte al terminar el día en qué y cómo contribuyó al bienestar de todos. Se debe tener en cuenta que no se puede exigir lo mismo a un niño de cinco años que a un adolescente. También debemos lograr un proceso dinámico constructivo, no sancionador o coercitivo.
Acompañar a nuestros hijos en su formación moral exige nuestro crecimiento, y a la vez nos hace valiosos. Aunque ninguna mamá o papá sea noticia de tapa por su trabajo silencioso, son los verdaderos constructores de los cimientos más sólidos de la sociedad.
Alicia Caporale
Licenciada en educación
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