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domingo,
29 de
octubre de
2006 |
De jipis, yines y cámpines
La Real Academia de la Lenguia Española publicó un diccionario de dudas donde oficializó vocablos casi impensados. Aquí un relato construido con algunos de ellos
Hernán Maglione / La Capital
Sentía que se amustiaba encerrada en esa habitación. Ella quería un cambio de rumbo, salir de la apretazón de una vida sin demasiado sentido. ¿Pero qué? Tal vez escribir una novela, aunque estaba segura de que jamás lograría un bum editorial, un libro que entrara en el ranquin de superventas.
Mientras zapeaba por todos los canales sin buscar ninguno en particular, su mente volaba por la habitación. Quizás era el momento para hacer un viaje a un sitio exótico, tal vez a Zimbabue, Bangladés o Cochinchina. Pero no, no a cualquier lado: intuía que los francforteses eran demasiado formales y los hongkoneses muy fríos, pero sospechaba que los esrilanqueses serían gente amena aunque seguramente amohinada tras las penurias que debieron enfrentar.
Una amiga había estado en los Emiratos Arabes y no hacía otra cosa que hablar mal de los cataríes. Pero todo era una ilusión, quién sabe cuánto costaría un vuelo en avión y un puñado de noches en un apartotel o un bungaló. El único método que encontraba para viajar era hacer como Miguel, que de pronto decidió ser azafato y terminó por recorrer el mundo. Ella tan sólo podía aspirar a recorrer un par de cámpines.
¿Y algo relacionado con la música? Siempre le gustó el balé, aunque nunca fue muy elástica, por decirlo de alguna manera. Esa mañana había encontrado en un magacín un llamado a un castin, pero lo desechó entre risas. Alguna vez quiso tocar el banyo, pero su profesor, un estadunidense de la zona de Misisipí, le repetía que nunca sería más que una aprendiza aunque no dejara de tocar en un millardo de años (hasta le dijo que era un perro sin pedigrí). Ni siquiera había podido sacarle sonidos decentes a un xilófono.
Quizás la salida estaba en el deporte. Una vez intentó con el béisbol, pero sus aspiraciones de celebrar un jonrón se esfumaron cuando no consiguió ni siquiera conectar un jit, ante las risotadas del pícher. Descartó el motocrós (por el miedo a perniquebrarse), el jóquey y hasta el pimpón (le resultaba muy ridículo ver jugar a los tenimesistas). El surf era muy complicado y alguien le había dicho que la tablavela era aún peor. Se imaginó haciendo taekuondo y pudo verse como aquel muñeco tentetieso que tenía de niña, que terminó agujerado de tantos golpes. Incluso los rugbistas siempre terminan llenos de moretones... A lo mejor debía conformarse con ser ampáyer en un partido de pádel.
Recordó una lista de buzoneo que había recibido en su correo electrónico: esa noche había una fiesta en el otro extremo de la ciudad. No quiso salir con el estómago vacío, así que cocinó salsa besamel para acompañar unos canelones y dejó en el horno algunas tiras de beicon.
Mientras esperaba acomodó una pila de discos compactos, sacó un devedé del cederrón y buscó los aros pequeños y el pirsin que se había quitado la noche anterior. No quería verse demasiado sexi (el objetivo no era ennoviarse esa noche) pero tampoco perder todo el glamur. Se puso sus mejores yines, una remera blanca, un bléiser, ató sus cabellos con un pañuelo beis y salió: una aeración le vendría bien luego de tantos días aboardillada.
Se remangó el saco, trepó a su escúter y viajó a toda prisa por la ciudad. Entró en el parquin haciendo eslalon y estacionó junto a una picap. Lo primero que encontró dentro del salón fue una mesa de cáterin de un gurmé francés, con queso gruyer, ananases que parecían recién sacados del frízer, algo así como un pudín de verduras y unos bocaditos hechos con cruasán.
Había un disyóquey y decenas de bármanes haciendo tragos extravagantes, ridículos mejunjes con quiwi, pipermín, güisqui y otros ingredientes indescifrables. Se acercó a uno de los bármanes, el que tenía un acento extranjero y que, con esa música sonando tan fuerte, parecía hablar en suajili. "¿Sos de acá?", le preguntó, y sólo recibió una respuesta de mala gana. "Santiaguero", dijo él, ensoberbecido como quien se cree dueño de la absolutez. "¿Chileno?", intentó ahondar ella, con mal tino. "Esos son santiaguinos. Yo soy de Santiago de Cuba", intentó desambiguar, haciendo gala de un exacerbado chovinismo. Antes de quedar sola, ella alcanzó a esbozar una risa nerviosa mientras decía algo sobre los oriundos de Santiago de Compostela. Poco después lo vio con una copa en la mano. "Debe estar achampanado", lo justificó, justo cuando un fotógrafo la tomaba por sorpresa y disparaba el flas contra su rostro.
Miró a su alrededor. El ambiente era de lo más extraño. Las paredes estaban dibujadas con arcoíris, emoticonos y grafittos (uno decía: "Bumerán para ambidextros").
Los hombres acechaban allende y aquende como aligátores en busca de una presa, como buldóceres listos para derribar un barrio entero. Un jipi de pantalones desharrapados y aspecto de yonqui la miraba como si fuese una vedet a punto de hacer un estriptís. Sin hacer mucho aspavento se encaminó a la salida: era hora de llevar su sexapil a la cama y pensar en mejores planes para mañana.
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