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domingo,
01 de
octubre de
2006 |
San Luis, la fiebre del oro
La Carolina es un paraje que se detuvo en el tiempo
cuando los hombres terminaron con su riqueza aurífera
La historia cuenta que cuando el marqués de Sobremonte se enteró de la riqueza aurífera que se escondía en el Tomolasta, un cerro de San Luis, ordenó proteger esa cumbre de más de dos mil metros de altura de los zarpazos de los aventureros. El marqués era el intendente gobernador de Córdoba y Tucumán, y si bien el dato no tiene rigor histórico, se dice que en 1797 bautizó a ese lugar como La Carolina, que era el nombre de su hija.
Lo primero que hizo fue comisionar a don Luis Lafinur, hombre de su máxima confianza, para que investigara si eso del oro era cierto. Y como sí lo era, le ordenó quedarse a dirigir las primeras obras.
Mientras tanto, el pueblo minero crecía y se convertía en próspero y bullicioso. Y en ese tiempo de esplendores vino al mundo Juan Crisóstomo Lafinur, entrañable poeta y filósofo. Cuando la quimera del oro terminó, y las explotaciones se fueron porque las inversiones no justificaban el oro que el Tomolasta no soltaba, el pueblo quedó vació de gente y esperanzas.
Fue necesario que la actividad turística rescatara las emocionantes aventuras vividas al amparo del Tomolasta, por los hombres y mujeres que perseguían la quimera dorada. Ahora, al final de la única calle del pueblo, la 16 de Julio, en un refugio de madera y piedra, comienza la excursión hacia las galerías subterráneas de la mina, donde aún se cree que las vetas no están agotadas y que hay riquezas esperando otra epopeya.
Los guías que operan esta excursión informan que el circuito está aprobado por la Dirección de Minería de la provincia, y proveen a los turistas de botas y cascos con luces. El turismo también logró quebrar el mito de que las mujeres no entran a las minas, una creencia que se le atribuye a la Pachamama, la Madre Tierra, que vaticinaba desastres y derrumbes.
Aún ahora, a los viejos mineros que siguen extrayendo minerales de las canteras, no les gusta ver a las mujeres entrando y saliendo de los que fueron sus lugares de trabajo. Los españoles siguieron esta tradición, y lo mismo hicieron las empresas inglesas que llegaron después para iniciar trabajos industriales y cavar túneles en la roca.
Camino hacia la bocamina se pasa por el túnel más cercano al pueblo, al que un derrumbe de tierra tapó casi totalmente; por el hueco se ven los arcos de madera del viejo apuntalamiento. Ese sendero discurre junto a un brazo del río Grande, que se acerca y se aleja, y donde el campo aparece salpicado de pequeñas verbenas, florcitas silvestres coloradas, violetas y amarillas, que es lo único que corta la desolación del paisaje.
En los tiempos de la fiebre del oro, La Carolina se pobló de "pirquineros", que con una batea y un colador buscaban pepitas de oro en los ríos. Tan fructífera era esa tarea que los hombres vendían lo que el río les daba, y los que compraban se guiaban por la cotización del metal que publicaban los diarios.
Todavía hay algunos "pirquineros", que con suerte sacan un gramo de polvo de oro cada dos o tres días, pero que aumentan sus ingresos enseñándoles a los turistas a manejar los coladores, a los que llaman "desluz", y contándoles anécdotas y leyendas.
Ya en el interior de la mina, cuando los ojos se acostumbran a la penumbra y se encienden las luces de los cascos, las formaciones de estalactitas muestran la estabilidad de esos viejos túneles, donde la temperatura oscila entre 15 y 20 grados. En ellas predominan los amarillos del sulfato ferroso y el óxido de hierro, y en el techo hay pequeñas luces plateadas, que en realidad son gotitas de agua en proceso de condensación.
La sensación es que en ese mundo de rocas frías el silencio es profundo, y que al perder la luz de referencia de la entrada, y apagar las luces de los cascos, la experiencia de afrontar la oscuridad total es conmovedora.
En la entrada a La Carolina están las cabañas de la Posta del Caminante, único alojamiento del pueblo, y veinte kilómetros antes La Verbena, en pleno Valle de Pancanta. El pueblo tiene unos 300 habitantes y el único monumento al minero del país, una escultura de tamaño natural inspirada en Victorio Miranda, uno de los primeros trabajadores de la mina.
Llegar a La Carolina es acercarse a aquella época dorada que aún añoran los viejos habitantes. Los que saben que cuando el sol baja sobre el Tomolasta el frío serrano habla de alturas y vientos.
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Fotos
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La mina vacía hoy es un atractivo para el turismo aventura.
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